La música nos habita. No solo como un fondo sonoro que acompaña nuestros días, sino como un reflejo íntimo de quiénes somos y lo que habita en nuestra alma. Roland Barthes hablaba de la música como un lenguaje sin palabras, un espacio donde las emociones se deslizan sin necesidad de ser nombradas y donde la memoria habita en un vaivén atemporal. Es ahí donde radica su poder: en esa capacidad de vibrar con nosotros, de tocar fibras que a veces ni nosotros mismos sabíamos que existían.
Pero la música no solo nos refleja, también nos transforma. Nos llega a través de otros: un amigo que nos comparte una canción, un desconocido en una fiesta cuya lista de reproducción nos abre las puertas a un género nuevo, o esa persona especial cuya música termina filtrándose en nuestras propia alma y playlists. La música es una experiencia compartida, un tejido invisible que conecta a las personas, que crea lazos y, a su vez, nos descubre rincones inexplorados de nuestra propia sensibilidad.
Y así, nuestra identidad sonora evoluciona. Las canciones que amamos son también un mapa de nuestras relaciones, de nuestras pérdidas y encuentros en general, vida. Porque cada melodía tiene el eco de alguien más, y cada acorde lleva impresa una parte de nuestra historia.
Es así como no solo dice quiénes somos, sino también quiénes hemos sido y, quizá, quiénes seremos. Al final, escuchar es un acto de apertura, un puente entre el alma y el mundo, entre el yo y el otro, un intercambio sutil de ritmos y letras, que se convierte en un lenguaje universal que trasciende las palabras. Es un puente entre lo que sentimos y lo que mostramos, entre lo que somos y lo que aspiramos a ser. Quizá por eso, cuando una canción nos toca profundamente, sentimos que, por un momento, alguien ha logrado poner en palabras aquello que parecía imposible de decir.