A pesar de las limitaciones a veces absurdamente dogmáticas propias de un régimen totalitario, la Rusia de Stalin contó en su momento con un alto nivel de desarrollo cultural y científico. Un buen ejemplo de esto son las investigaciones emprendidas en la década de 1920 por el biólogo Il’ya Ivanov, quien se empeñó en demostrar que era viable la cruza entre seres humano y primates antropoides, mostrando en su labor cómo la ética y la política inclinan las investigaciones científicas a veces sin que los involucrados lo adviertan.
Ivanov tuvo en sus inicios una carrera prometedora que lo llevó a trabajar al lado de Ivan Pavlov en el Instituto Pasteur de París, en donde aprendió las técnicas de cirugía con las que después perfeccionaría sus métodos de inseminación artificial. Con el tiempo, Ivanov sería reconocido como una de las autoridades de su tiempo en este campo.
Aunque no se sabe bien a bien de dónde obtuvo la idea ni con qué intenciones, el científico ruso quiso intentar la cruza entre seres humanos y primates al menos desde 1910, aunque solo hasta siete años después consiguió algunos recursos para iniciar los experimentos: el Instituto Pasteur le ofrecía ciertas facilidades para trabajar con chimpancés de su propiedad residentes en la Guinea Francesa, solo que no podía costearle su traslado ni su residencia en la población de Kindia.
No fue fácil encontrar el financiamiento necesario para viajar de Rusia a la Guinea Francesa, pero al final Ivanov recibió el apoyo de la Comisión Financiera Soviética y la aprobación de la Academia de Ciencias Soviética para realizar sus investigaciones.
Sin embargo, una vez en la entonces colonia, los problemas no hicieron más que multiplicarse en vez de cesar: el personal local de la estación adonde arribó se mostró poco cooperativo y a veces incluso francamente hostil, los chimpancés con los que experimentaría habían muerto o eran demasiado jóvenes, entre otras dificultades que enfrentó y minaron poco a poco su entusiasmo.
De 700 animales que estaban registrados para fines científicos, solo pudo inseminar a tres hembras antes de que se viera obligado a abandonar su proyecto por inutilidad evidente. Al borde del abatimiento, sobre todo por haber gastado todo el dinero sin obtener resultados convincentes, Ivanov planeó una última jugada que revela su grado de desesperación (lindante con esa forma totalmente racional que a veces adopta la locura): sin notificación previa, inseminaría a mujeres africanas con esperma de chimpancé con la ayuda de médicos locales. Pero la máxima autoridad de la Guinea Francesa, el gobernador Paul Poiret, se enteró de sus intenciones y las rechazó, dejando como única opción a Ivanov el retorno a Rusia.
A su regreso el biólogo quiso proseguir con sus estudios utilizando mujeres rusas, y aunque supuestamente consiguió una voluntaria, tuvo que detenerse porque la Academia de Ciencia lo llamó a rendir cuentas al saberse lo que había pasado en Kindia. Luego de una investigación al respecto, la Academia retiró todo apoyo futuro a Ivanov, acusándolo de provocar una pérdida de confianza generalizada por parte de la población africana hacia las expediciones científicas y médicas llegadas de Europa.
Entonces el destino profesional de Ivanov, antes brillante y promisorio, cayó en un definitivo declive, agravado por la decisión de Stalin de abandonar todo enfoque genetista y preferir uno más bien lamarckiano en las investigaciones sobre la herencia de caracteres. Pero este cambio de enfoque, que quizá en otras sociedades no tendría repercusiones mayores, derivó en que a aquellos científicos que salían de la norma se les considerara “enemigos del pueblo”. En este contexto, Ivanov tuvo que enfrentar la denuncia de un colega suyo que lo acusó de sabotaje y por la cual lo sentenciaron al destierro en Kazakstán, donde murió olvidado y repudiado en marzo de 1932.
De esta sórdida y adversa serie de acontecimientos alguna vez se dijo que el motivo secreto de las investigaciones de Ivanov era crear un ejército de súper-monos humanoides que reforzara o sustituyera al Ejército Rojo, una nueva raza de guerreros casi invencibles que aseguraran a Stalin la dominación de mundo.
Pero parece que todo esto no es más que una falsa anécdota urdida en torno al dictador, acaso una fantasía propia de la época en que era importante desprestigiar al polo comunista. Una, por cierto, que no por falsa es menos merecedora de cierta admiración para quien la imaginó.
En cualquier caso, quizá lo importante sea advertir cómo la ciencia (pero también las artes y otras disciplinas de generación de conocimiento) dista mucho de ser un ámbito puro, ajeno al poder, las pasiones o las decisiones éticamente cuestionables. «Ivanov representa al científico, ampliamente respetado en su campo, cuya dedicación por descubrir si algo puede realizarse le impide preguntarse si debería realizarse», escribe Eric Michael Johnson.