El arte drag: una revolución de género, libertad y representación queer
Sociedad
Por: Carolina De La Torre - 07/16/2025
Por: Carolina De La Torre - 07/16/2025
Hubo un tiempo en que vestir una peluca o un par de tacones no era solo cuestión de escena, sino de supervivencia, de expresión, de existencia. El arte drag —esa mezcla desbordada de performance, vestuario, política y cuerpo— no nació de la frivolidad, sino de la necesidad. Necesidad de habitar un espacio propio en un mundo que, históricamente, ha marginado a quienes desafían la norma. Pero ¿qué significa realmente hacer drag hoy, en una sociedad que parece más abierta, pero que aún impone rígidas expectativas sobre el género y la identidad?
Hacer drag es una forma de quitarse las cadenas. De construir un personaje que te permita, paradójicamente, ser tú. No se trata solo de jugar con la estética, sino de subvertirla. De mostrarte como quieras mientras dinamitas los códigos de género que dicta la cultura heterocisnormativa. Es, como dice la comunidad, una dulce venganza al sistema.
Aunque muchas personas lo conocen como un show de lip syncs y maquillaje espectacular, el drag es mucho más: es expresión, es protesta, es poesía encarnada. Es el grito silencioso de quienes han sido obligades a esconderse. En ese sentido, el drag no es exclusivo de una identidad o un cuerpo específico: todes pueden hacerlo, todes pueden transformarse.
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El drag no es una moda nueva. Sus raíces se hunden en el teatro griego, donde los hombres interpretaban papeles femeninos debido a la exclusión de las mujeres del escenario. De ahí, la palabra “drag” se asoció con “dressed as a girl”, y también con las faldas largas que se arrastraban (to drag) en escena. Desde la antigua Esmirna hasta la ópera de Mozart, el travestismo escénico fue parte de los discursos artísticos mucho antes de que tuviera nombre.
Pero su carácter contestatario comenzó a afianzarse en los clubes nocturnos de los años 40, donde personas queer encontraban un espacio seguro y artístico. Y fue en los años 80 —con la cultura ballroom y el voguing— que el drag se transformó en un lenguaje propio, lleno de códigos, estéticas y referencias. En esos salones nació mucho de lo que hoy se populariza en programas como RuPaul’s Drag Race, que ayudó a llevar el drag a la televisión global, pero también dejó abierta la discusión sobre sus límites y contradicciones.
Teresa de Lauretis, teórica feminista, habla del género no como una esencia, sino como una construcción política, una tecnología. Es decir, una serie de representaciones que configuran nuestras formas de ver y habitar el cuerpo. Desde esa mirada, el drag no es solo maquillaje y performance, sino una herramienta de cuestionamiento y reinvención. Una grieta en la norma. Un espejo roto que permite múltiples reflejos.
Y aunque no está exento de contradicciones —porque sí, en ocasiones puede reforzar lo que pretende subvertir— el drag sigue siendo una de las formas más potentes de experimentar con la identidad y mostrar que el género es, en realidad, una coreografía aprendida. El hecho de que pueda haber drag queens, drag kings, drag no binario o incluso bioqueens, demuestra que lo que está en juego no es imitar un género, sino expandir los límites de lo posible.
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El drag no tiene por qué ser perfecto, ni puramente disruptivo. Su poder está en su capacidad de complejizar, de incomodar, de hacernos pensar. Es arte, es identidad, es libertad encarnada. Y aunque haya drag que aún se apoye en estereotipos, también hay drag que los destruye, los parodia, los vuelve irreconocibles.
Es hora de dejar de ver el drag sólo como espectáculo y entenderlo como un archivo vivo de disidencias. Una performance que no solo entretiene, sino que educa, incomoda, interpela. Una trinchera desde donde se ha combatido la invisibilidad queer por siglos.
Porque hacer drag es también una forma de habitar el mundo. Y en un mundo que intenta encasillar, eso ya es una forma de revolución.