Del respeto a la sumisión: por qué decir "mande" ya no tiene sentido en el México actual
Sociedad
Por: Carolina De La Torre - 06/25/2025
Por: Carolina De La Torre - 06/25/2025
Hubo un tiempo en que decir “¿qué?” o "eu" era una falta de respeto. Las madres mexicanas —esas primeras administradoras del orden doméstico— corregían con firmeza: no se dice “¿qué?”, se dice “mande”. Y así aprendimos a responder sin interrumpir, a escuchar sin cuestionar, a obedecer envueltos en cortesía. “Mande” no era una palabra cualquiera; era casi un gesto, una reverencia invisible, un reflejo condicionado que cargaba más cultura que intención.
La palabra viene de una forma cortés: “mande usted”, o “mándeme”, una fórmula del castellano formal que se fue condensando en la boca hasta convertirse en eso: una sola palabra cargada de disponibilidad. Durante años se creyó que su origen estaba en la Colonia, que era una herencia del servilismo indígena hacia el conquistador. Pero en los documentos virreinales, la palabra no aparece como símbolo de sumisión, sino más bien como frase administrativa. No fue impuesta. Pero fue adoptada con gusto. Y ahí es donde empieza lo interesante.
Porque aunque no nos la impusieron a la fuerza, nos la enseñaron como si fuera virtud. Como si decir “mande” fuera parte de ser una buena persona. Una niña bien educada. Un hijo que respeta. Una mujer que no incomoda. El lenguaje se volvió una forma de agacharse sin parecerlo. De obedecer sin admitirlo.
Octavio Paz, aunque nunca habló directamente de esta palabra, sí entendió bien ese juego del lenguaje como máscara. Para él, el mexicano se esconde detrás de fórmulas, de silencios, de rituales verbales que dicen mucho más de lo que aparentan. Y “mande” es, quizá, una de las más reveladoras. Porque ahí donde parece respeto, lo que hay es jerarquía. Ahí donde suena bonito, lo que hay es obediencia.
Durante décadas, no decir “mande” era una afrenta. Una falta de educación, sí, pero también —y más profundamente— una amenaza al orden simbólico. El adulto que no escuchaba esa palabra sentía que algo se quebraba. Porque el “mande” no solo respondía: reafirmaba. Le recordaba al adulto que su voz tenía poder, que su palabra debía ser respondida con sumisión. Especialmente si quien respondía era un niño. En muchos hogares, decir “¿qué?” sonaba a insolencia. No tanto por lo que decía, sino por lo que no decía: no te reconozco como autoridad.
Foucault, al hablar del poder, explica que este no solo se ejerce por la fuerza, sino que se encarna en los gestos, los hábitos, los rituales del cuerpo y del lenguaje. El “mande” fue, durante mucho tiempo, uno de esos pequeños dispositivos de poder. Un acto cotidiano que organizaba relaciones de jerarquía sin necesidad de gritos ni castigos. Bastaba una palabra para ordenar el mundo: arriba el adulto, abajo el niño. Arriba el que manda, abajo el que responde.
Por su parte Barthes decía que el lenguaje no es nunca inocente. Todo acto de nombrar ya implica una toma de posición, una forma de ordenar el mundo, de hacerlo parecer natural. Lo que llamamos cortesía, muchas veces, es solo ideología que ha pasado desapercibida por repetición. Bajo ese lente, el “mande” no era solo una palabra bonita: era un signo domesticado. Un pequeño ritual que ocultaba jerarquía detrás de la amabilidad, que disfrazaba la obediencia de respeto y la verticalidad de buena educación.
Padres, maestras, URGE que en México dejen de corregir a los niños con “Se dice MANDE” cuando dicen “qué” 😑
— Alex Tienda (@AlexTienda) August 29, 2018
Sí, en México suena “amable” porque es un paradigma que tenemos...
Pero en cuanto viajamos al extranjero, TODOS nos ven como “sumisos” 🤦🏻♂️ pic.twitter.com/UGK4C1rjJu
El “mande” empieza a sonar retrograda. Le pertenece más a las voces de nuestras abuelas que a los oídos de quienes nacieron en el siglo XXI. Las nuevas generaciones ya no lo dicen, y si lo hacen, es casi en broma. Prefieren un “¿cómo?”, un “¿perdón?”, un “¿qué necesitas?”. No porque hayan perdido el respeto, sino porque lo expresan de otra manera. Una menos vertical. Menos rendida. Más horizontal, incluso más honesta.
Esto tiene que ver con una transformación profunda en cómo entendemos la autoridad. En cómo nos relacionamos con ella. La figura del adulto como amo del tiempo, dueño de la razón, juez del silencio, ha ido cediendo paso a modelos de crianza más dialogantes, más conscientes del valor de la palabra del niño. La idea de que un niño “debe obedecer sin preguntar” se tambalea. Y con ella, tambalean también las palabras que sostenían ese esquema.
El “mande” ya no encaja del todo. No porque esté mal, sino porque ya no se alinea con los nuevos códigos de poder, de comunicación, de afecto. A los adolescentes les suena falso. A los niños les suena raro. Y a los adultos jóvenes, muchas veces, les resulta incómodo. Porque cargar con una palabra que implica obediencia sin réplica ya no se siente natural. Se siente absurdo.
Algunas personas lo extrañan. Otras lo repudian. Hay quienes aún sienten que decir “mande” es ser amable. Y hay quienes sienten que es ponerse de rodillas. Ninguna visión es del todo incorrecta, porque las palabras no son inocentes. Lo que importa no es solo lo que dicen, sino desde dónde se dicen. Y si hoy decimos menos “mande”, no es por capricho: es quizá una rendija de luz como consciencia de lo que implica el lenguaje.
Dejar de usar una palabra puede parecer poca cosa. Pero a veces, en ese silencio, hay una pequeña revolución.