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¿Por qué tendemos a ir asumiendo conforme crecemos que hay cosas absolutamente no conscientes? ¿Por qué es complicado desde la infancia renunciar a la idea de que hay experiencia en o como las cosas? ¿Se debe a una necedad o a una autorreflexión?

Es muy común que a los niños se les enseñe que “cosas” como ríos y árboles no son “actores”, aunque lo que les pasa es parte de la naturaleza, como lo es también cualquier conducta psíquica. ¿Vemos o suponemos que se puede “estar” sin estar consciente?

Es lo mismo decir que un arrecife no llora a decir que no puede fingir llorar. Sin embargo, no resulta nada sencillo, o por lo menos a mí no me resulta, renunciar a cierta visión infantil. A haber visto apariciones con mucha personalidad como en una hormiga o en un grano de arena que parece hormiga. Creemos en esto, y a la vez aseguramos que la materia del planeta no es consciente, que es lo mismo que carecer de la capacidad de aparentarlo.

¿No nos atrevemos o no tenemos razones para atrevernos a decir que creemos en cierto misterio más profundo en la integración, el origen, la reacción de la personalidad? Decirlo como nuestros ancestros del Paleolítico u otras millones de personas contemporáneas que practican alguna forma de animismo, o decirlo de una manera genuina y más exacta.

El filósofo David Ray Griffin entendía esto como parte de una teología del proceso que también podría seguirse en un orden de ideas laico. En su opinión, todas las entidades reales genuinas, no los llamados agregados, como una silla plegable, no son algo “no consciente”, casi al otro lado de un enorme abismo respecto a lo que sí lo está. Hay un proceso de identidad entre el universo y, paradójicamente, la identidad, lo que “será” la consciencia. 

Griffin suponía que los eventos del universo ya son algún grado, por muy mínimo que sea, de experiencia objetiva y subjetiva. Por ejemplo, el tsunami que pintó el pintor Hokusai no es que haya sido consciente como lo fue su retratista, pero podría decirse que no fue solo una serie de relaciones causales fisicoquímicas, sino “algo que pasó” como pasan cosas como que un cerebro vea, pinte o huya de un tsunami. El alma en las dos cosas es un proceso del que no es parte “en”, sino parte “de” la identidad. En opinión del filósofo, todo emerge en grados de complejidad y a partir de una sensibilidad rudimentaria que impregna la naturaleza toda.

Para resumir esta conclusión, Griffin propuso el término “panexperiencialismo”, un palabra compuesta que identifica al todo con la experiencia, y a la experiencia con el proceso de todo. Pero si los límites de la experiencia no son entonces “estar consciente”, eso primero pone en duda a qué nos referimos por lo segundo. ¿Cuáles son mis propios límites? No parece extraño decir que “somos experiencia” porque ¿qué seríamos si no? Pero ¿qué es ser experiencia si también lo es una roca? ¿No tiene experiencia un agregado como una escultura?

Si el problema no es el origen de la experiencia, es entonces el de una continuidad que es su propia incertidumbre. Si aceptamos, por ejemplo, que algo se expresa cuando una ventana en una habitación se cuartea por cambios bruscos en la temperatura, o que una lengua se excita al permearse del sabor de una fresa, o se resuelve una operación matemática, la reacción es incomprensiblemente distinta. Y si pensamos neurocientíficamente, no sabemos cuál sería el cerebro simplísimo de una ventana, o qué queremos decir por cerebro, ventana o unidad al hablar de conciencia. Es decir, todo opera contra y por la unidad.

El yo antes que psicofísico, solo físico o solo mental, es expresión pura. Sin que pueda hablarse ni de un estado purificado ni de un estado intocado para ello: tiene sentido decir que está, que puede hablarse porque no hay cómo decir que no evidencia. Sin embargo, mencionar lo simplísimo deja de tener sentido al hablarse de expresar, a pesar de lo variado que esto pueda ser: la palabra reacción está en cómo se hace uno una imagen de cómo ocurre, pero la palabra se disuelve cuando la cuestión deja de ser la imagen. Si no nos preocupa si existe o no, siguiéndola aprendemos de la realidad que es, no cómo ponemos en ella nuestra mente. El aprendizaje no puede ser la imagen de la reacción, pero la imagen es su energía.

El universo puede ser el umbral sin final a sí mismo. Un umbral dentro del universo y fuera de su mente.

 

Imagen: el umbral de la consciencia, María Cortés, Scientific American.