*

¿Nos preocupa morir o no comprender qué será esto? ¿Nos consterna la muerte que va a ocurrir o si ocurrirá? ¿Podría ser que muy en el fondo también nos preocupa no llegar a morir? ¿Nos da más miedo no saber si vamos a morir o si somos inmortales?

Me encantaría creer que cuando muera volveré a vivir, que una parte de mí que piensa, siente y recuerda continuará. Pero por mucho que quiera creer eso, y a pesar de las tradiciones culturales antiguas y mundiales que afirman una vida futura, no conozco nada que sugiera que sea más que una bella y tranquilizante ilusión.

Son bien conocidas estas palabras de Carl Sagan. Comprenderlas aparentemente no resulta complicado. Hay una pregunta oculta, una pregunta no obstante es claro nuestro deseo por vivir, como un beso amarillo en los labios del sol: ¿y si Sagan estuviera equivocado? No hago esta pregunta para permitirme un ligero consuelo ni para ofrecerlo a nadie más. Seguramente será de ayuda que la reformule:

¿De verdad hemos pensado detenidamente alguna vez cómo sería vivir para siempre?

Despertar a algún momento anterior a la muerte. Despertar de una vida que incluye la posibilidad de morir. Despertar comprobando no haber muerto. A diferencia de los animales que tienen bastante con confirmaciones muy modestas de las cosas, pienso que las personas no se detienen demasiado a pensar qué sería lo que están esperando de todo esto. Eludimos, tanto el valor de las experiencias incompletas, así como, no solo lo imposible, sino lo espeluznante que podría ser una vida perfectamente continua. Quizá porque nos aterra tanto la posibilidad de una muerte que continúe siempre. Paradójicamente, esta sería lo mismo que una vida sinfín, salvo que para tratar de imaginarla nos vemos instantáneamente movidos a restar cada uno de los contenidos que entendemos como nuestra propia vida.

Una vida sin nada que podamos identificar como nosotros mismos es imposible a la imaginación porque tendríamos que tener el poder de distinguir perfectamente qué incluye todo lo que no es de ninguna manera nosotros, saber qué seguir imaginando y qué dejar de imaginar como el mundo. Sin embargo, ello nunca puede ser una imagen de una vida que no somos, precisamente por llevarnos a una imagen. Dicho de otro modo, el mundo no es tal cual, somos incapaces de creer en una muerte imperfecta y en la posibilidad de aceptar ambas palabras como un mismo adjetivo.  

¿Creemos en imágenes que nos hacemos para soportar la muerte, la desconexión, o la vida, la inmortalidad? ¿Solo creemos en la muerte o sabemos que ocurrirá? ¿Solo hay fe o vemos la vida completamente? En palabras del escritor James Graham Ballard:

Creo en el poder de la imaginación para rehacer el mundo, para liberar la verdad dentro de nosotros, para contener la noche, para trascender la muerte, para encantar las autopistas, para congraciarnos con los pájaros, para ganarnos las confianzas de los locos.

Paradójicamente, eludimos la muerte deseando que sea continua, a saber, ese miedo a que algo se alargue indefinidamente resulta más soportable si se le puede sustituir con lo que nos parece más directo al presentarnos a los demás o al recordarnos a nosotros mismos. Las personas verdaderamente no nos ponemos a pensar qué sería despertar de un infarto fulminante al corazón recordando nuestro nombre, nuestra dirección y nuestro número telefónico, en un lugar sin tiempo que puede hallarse, tanto en la juventud del cuerpo HD 140283, conocido popularmente como la estrella de Matusalén, o bien donde estén reunidos nuestros descendientes escuchando la declaración de la Veinteava Guerra Mundial entre naciones del todo desconocidas. No son el punto aquí las posibles sorpresas o incomodidades por aquello que sea que queramos o no queramos que nos rodee. Me refiero exclusivamente a si uno realmente ha pensado lo que implicaría continuar para siempre.

 

Imagen de portada: Ascensión de los bienaventurados, Hieronymus Bosch (ca. 1505; detalle)