Propósitos de Año Nuevo: una tradición de más de 4 mil años
Sociedad
Por: Carolina De La Torre - 12/31/2025
Por: Carolina De La Torre - 12/31/2025
Cada 1 de enero, millones de personas repiten un gesto que parece íntimo y contemporáneo: proponerse cambiar algo. Comer mejor, ahorrar, moverse más, ser menos duros con los demás o con uno mismo. Aunque hoy esa lista conviva con aplicaciones, membresías de gimnasio y recordatorios en el celular, la idea de empezar de cero al comenzar el año no es nueva. Tiene más de cuatro mil años de historia.
Desde las primeras civilizaciones, el cambio de año ha sido entendido como un momento de ajuste, balance y renovación. No solo del tiempo, sino del orden personal, social y simbólico. La necesidad de cerrar ciclos y abrir otros es un impulso humano profundo, casi instintivo.
Los registros más antiguos de lo que hoy llamaríamos propósitos de Año Nuevo provienen de la antigua Babilonia. Ahí, el inicio del año no ocurría en enero, sino en primavera, durante el festival de Akitu, una celebración ligada al calendario agrícola, la fertilidad y el orden del mundo. Durante varios días, la comunidad participaba en rituales que honraban a los dioses y reafirmaban el equilibrio entre el caos y el orden.
En ese contexto, los votos tenían un peso real. Prometer pagar deudas, devolver herramientas prestadas o cumplir responsabilidades no era un ejercicio simbólico, sino una forma de asegurar el favor divino para el año que comenzaba. Incumplirlos implicaba consecuencias espirituales y sociales. El propósito no era aspiracional, era un contrato.
Con el tiempo, estas promesas se volvieron también públicas. Existen registros de reyes babilónicos que declaraban su intención de gobernar mejor, una suerte de acto de responsabilidad frente a los dioses y su pueblo. Más que un ejercicio de culpa, se trataba de reafirmar el orden y la continuidad.
Los romanos heredaron y transformaron esta lógica. Fueron ellos quienes consolidaron el 1 de enero como el inicio del año, en honor a Jano, el dios de los comienzos, las puertas y los cambios. Mirar atrás y hacia adelante al mismo tiempo era parte del símbolo.
Además de los rituales religiosos, los romanos incorporaron prácticas cotidianas que aún resuenan: limpiar la casa, saldar deudas, devolver objetos, trabajar aunque fuera un poco ese día como señal de buen augurio. El nuevo año debía comenzar ordenado, sin pendientes arrastrados.
No se hablaba todavía de propósitos individuales como los entendemos hoy, pero la intención era clara: iniciar el ciclo con una disposición correcta, tanto moral como práctica.

Siglos después, la tradición cruzó a América con un giro importante. En las colonias, especialmente entre comunidades puritanas, el inicio del año se convirtió en un momento de introspección. Menos fiesta y más reflexión. El paso del tiempo se leía como una oportunidad para corregir errores y reafirmar valores.
Durante los siglos XVII y XVIII, era común que las iglesias dedicaran los primeros días del año a sermones centrados en la fugacidad del tiempo y la necesidad de vivir mejor. Los diarios personales de la época muestran compromisos escritos en primera persona: evitar ciertos vicios, mejorar la conducta, ser más disciplinados.
Una de las figuras más conocidas de este periodo fue Jonathan Edwards, quien escribió más de 70 resoluciones personales a lo largo de su vida. Algunas sorprenden por su vigencia: hablar menos mal de otros, administrar mejor el tiempo, actuar con mayor conciencia. El lenguaje era religioso, pero la intención ya apuntaba a una ética personal.
Para el siglo XIX, los propósitos de Año Nuevo ya habían salido del ámbito estrictamente religioso. Aparecían en periódicos, caricaturas y textos satíricos que, curiosamente, hablaban tanto de la intención como del incumplimiento. La idea de proponerse algo y no lograrlo no es un fenómeno moderno.
A lo largo del siglo XX, los medios documentaron la repetición casi intacta de los mismos deseos: dejar malos hábitos, mejorar la salud, administrar mejor el dinero. También dejaron constancia del escepticismo. Psicólogos, columnistas y lectores coincidían en algo: muchos propósitos se abandonan rápido.
Hoy, los números no son muy distintos. Una gran parte de las personas deja sus resoluciones antes de que termine febrero. Aun así, la tradición persiste.
Más allá de si se cumplen o no, los propósitos de Año Nuevo sobreviven porque cumplen una función simbólica. Marcan un punto de pausa. Un momento para mirar el año que termina, nombrar lo que no funcionó y ensayar una versión distinta de lo que viene.
Cambian las palabras y los contextos. Donde antes se hablaba de pecado, hoy se habla de hábitos. Donde había promesas a los dioses, ahora hay compromisos personales. Pero el deseo de empezar de nuevo permanece intacto.
Tal vez el valor de los propósitos no esté en su duración, sino en el gesto. En esa necesidad humana de creer que el tiempo, al menos por un instante, nos ofrece una hoja en blanco.