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Las reliquias del cineasta llegan al mercado tras su muerte, abriendo una grieta entre el homenaje íntimo y la transacción pública. ¿Herencia compartida o disolución de un universo en vitrinas?

Algunos lugares son  como templos, otros como mapas del inconsciente. Y algunos —como la casa de David Lynch— se habitan como si fuesen un set de rodaje que nunca apaga las luces. Esa casa, ese espacio donde lo cotidiano se volvía atmósfera y la materia adquiría el peso simbólico de un sueño extraño, ha empezado a vaciarse.

A casi cinco meses de su muerte, más de 450 objetos personales del cineasta estadounidense están siendo subastados por Julien’s Auctions en colaboración con Turner Classic Movies. La puja ya está abierta y se extenderá hasta el 18 de junio, de manera presencial en Gardena, California, y también online. Entre los lotes disponibles se encuentran la silla de director con su nombre grabado en dorado, un visor de moviola usado en la edición de Dune, su máquina de café espresso, cámaras, muebles de su autoría, guiones de Mulholland Drive, discos, pinturas y su copia personal en 35mm de Eraserhead.

Pero esta no es solo una venta de memorabilia: es un ejercicio de consagración cultural.

Cuando el fetiche se transforma en símbolo

La idea de que los objetos pueden adquirir un valor que trasciende su uso práctico no es nueva. Pero como escribió Pierre Bourdieu, algunos bienes —y quienes los poseen o acceden a ellos— tienen un tipo de poder silencioso: el del capital cultural. La silla de Lynch no es solo una silla; es una reliquia que condensa una forma de ver el mundo. Una forma que trastocó los márgenes del cine, la televisión, la música, el arte y el deseo colectivo.

Este tipo de capital no se mide en títulos académicos, sino en la capacidad de generar sentido, de marcar un lenguaje y provocar afecto socialmente legitimado. Lynch no solo participó en la cultura, la moldeó. Lo “lynchiano” dejó de ser adjetivo y se volvió atmósfera. Es por eso que el simple croquis de la Logia Negra o su guitarra de cinco mástiles pueden convertirse, de forma legítima, en artefactos culturales. Porque el valor que los rodea es simbólico y compartido.

Guiones de «Mulholland Drive»

Ver los objetos de un creador tan profundamente ligado al misterio puestos en vitrina puede parecer, a primera vista, una traición a su espíritu. Como si lo que alguna vez fue símbolo, atmósfera o secreto, se convirtiera ahora en inventario. Sin embargo, tal vez haya algo más. Quizá esta subasta no sea solo un vaciamiento, sino también una diseminación. Una forma de permitir que sus obsesiones —el café, los mecanismos antiguos, los dobleces de la identidad— encuentren nuevos cuerpos donde alojarse. No se trata únicamente de adquirir un objeto, sino de entablar una conversación con él.

Pero no deja de ser extraño: lo que alguna vez fue parte de un universo cerrado, casi esotérico, ahora se ofrece al mejor postor. ¿Qué ocurre cuando el legado de un artista que esquivó lo evidente termina etiquetado en una sala de pujas? ¿Puede seguir habitando el misterio, o se transforma al entrar en las lógicas del mercado?

Porque en Lynch, cada taza de café podía ser una oración, cada cortina una antesala al inconsciente. Lo material no era accesorio, era vehículo. Y ahora, esos mismos símbolos pueden desplazarse y habitar nuevas manos. Manos que los miren no como mercancía —aunque lo sean—, sino como testimonio. Porque si algo nos enseñó Lynch, es que lo visible no agota el sentido, y que incluso un objeto aparentemente banal puede resonar como una clave secreta.

 David Lynch fue más que un director: fue un canal para lo que no se puede decir, cada una de sus obras filtró la angustia y el asombro del mundo moderno a través de un lente que rechazaba explicaciones fáciles. Lo onírico en él no era escapismo, sino método. Su muerte, en enero de 2025, dejó un hueco en la cultura contemporánea que ninguna subasta podrá llenar.

Y sin embargo, ahí están sus guitarras, alfombras, grabadoras, libretos anotados... reunidos no tanto como un archivo, sino como una oferta. Es inevitable preguntarse: ¿esta colección es una forma de compartir su intimidad o de liberarse de ella? ¿Un gesto de apertura o monetización?
Quizá ambas cosas a la vez.

Mapa dibujado a mano de la serie «Twin Peaks»

Porque lo que inquieta no es solo la venta, sino lo que revela: que incluso los mundos más herméticos pueden ser finalmente traducidos al lenguaje de los objetos, de las cifras, de las vitrinas. Y aun así, esa misma venta permite que el eco de su obra siga flotando, fragmentado pero vivo, como un sueño del que no queremos despertar.

Tal vez eso sea lo que más nos enseñó Lynch: que los objetos, como las imágenes, no solo existen para ser vistos. Existen para ser sentidos, sospechados, tocados con la mirada desde ese lugar donde lo bello, lo raro y lo inquietante se funden.

Y también, quizás, desde ese lugar incómodo donde la herencia se negocia, y el arte, como el capital cultural—inevitablemente— se dispersa.


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Imagen de portada: Euronews