A propósito del próximo estreno de Serpientes y escaleras en Netflix, vale la pena volver la mirada hacia Manolo Caro, uno de los nombres más reconocibles (y discutibles) dentro del cine y la televisión mexicana contemporánea. Su carrera ha sido tan vertiginosa como su estilo: una mezcla de comedia, drama y estética pop que no deja a nadie indiferente, pero que también ha generado cuestionamientos sobre la profundidad, el contexto y la representación de la realidad mexicana en su obra.
Manuel Caro Serrano, mejor conocido como Manolo Caro, nació en Guadalajara en 1985, estudió arquitectura en el Tec de Monterrey, pero pronto se trasladó a Madrid para estudiar cine en el Instituto de Cine de Madrid y luego en Nueva York. Desde el inicio, sus pasos estuvieron marcados por el acceso a espacios de formación privilegiada y una red de contactos que facilitó su incursión en el mundo del entretenimiento.
Su primera obra teatral fue una adaptación de No sé si cortarme las venas o dejármelas largas (2013), que más tarde llevaría al cine. Desde entonces, Caro ha demostrado un interés constante por retratar los dramas emocionales de la clase media alta, en escenarios casi siempre impecables, con problemas cuidadosamente decorados y personajes que oscilan entre lo entrañable y lo plano.
Decir que Manolo Caro hace "sólo cine comercial" sería injusto y reduccionista. Su trabajo tiene méritos: es visualmente atractivo, maneja con soltura ciertos ritmos narrativos y ha logrado construir un sello reconocible, algo que no muchos directores pueden presumir. Sin embargo, su cine suele recubrirse de una capa gruesa de irrealidad, donde los conflictos emocionales parecen existir en una burbuja ajena a cualquier precariedad o dolor real.
En su afán por adaptar una estética hollywoodense al contexto mexicano, sus narrativas se sienten muchas veces abruptas, como si sólo se tratara de simular profundidad emocional. La mayor crítica que puede hacerse a su trabajo es que sus personajes y sus tramas se sienten como envases vacíos: gente bien vestida sufriendo en casas enormes, entre diálogos que intentan ser trascendentes pero rara vez lo logran, pues la profundidad emocional y problemática de sus personajes es muchas veces un cascarón que pretende dar glamour al “sufrimiento”
Más que reflejar una realidad, la adorna hasta volverla caricatura. Y aunque es verdad que todo autor tiene derecho a construir y mirarr desde sus gafas, Caro peca de ignorar el 99% del México que verá sus obras y que no existe en sus encuadres ni imaginario. Su cine no niega su origen de privilegio,y tampoco está esencialmente mal, pero sí suele olvidar que la creación a fin de cuentas debe explorar y abrir su contexto para así, enriquecer, su propia y característica mirada. En ese sentido, sus obras se sienten como vitrinas: brillantes, pero inaccesibles.
Una comedia romántica con tintes nostálgicos, que explora un amor juvenil reencontrado en la adultez. Aunque ofrece momentos entrañables, también cae en el exceso de artificio emocional y flashbacks estilizados que reemplazan la sustancia narrativa, la cual se apoya, en polines rotos hechos de adornos musicales tan bien pensados que se sienten forrados de plástico.
Adaptación de la película italiana de Paolo Genovese. La cinta demuestra el talento de Caro para manejar tensión dramática y dirigir actores, pero también muestra su tendencia a priorizar el formato sobre el fondo, sacrificando reflexión social por el twist final.
Su serie más famosa, donde logró consolidar su estilo: estética cuidada, humor ácido, y personajes disfuncionales en un entorno de telenovela de lujo. Aquí, la crítica social intenta aparecer, pero se diluye entre giros argumentales que priorizan el espectáculo viral sobre el contenido.
Manolo Caro es, en cierto sentido, un síntoma de nuestra época: una en la que el contenido visual prima sobre la sustancia, y donde la apariencia pesa más que la vivencia. Sus obras no carecen de talento, pero sí de una conexión más honesta con la complejidad, no solo del país que habita, sino también con su espectador, cuya capacidad de razonamiento, a ojos de Caro, parece reducirse al de un adorno irreal al centro de la mesa o al de una revista que narra con detalle la farándula mexicana. Como si supiera —o asumiera— que el cerebro no da para más que aspirar a la telenovela de la noche en Televisa, donde todo sigue una narrativa bien estructurada, diseñada para dormir conciencias y sembrar un profundo sentimiento de insatisfacción por no tener una vida de set. al final, sus historias, se sienten como figuras de cera: hechas para deslumbrar, pero incapaces de moverse con el calor de la verdad.
Y quizás ahí radica su mayor reto: habitar un México que, más allá de los sets y las luces, tiene historias que no siempre caben en mansiones.