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Desde la sed de sangre hasta la lucha contra la muerte, el vampiro esotérico encarna el eterno conflicto entre la materia y el espíritu, entre la pulsión de vida y el miedo a la disolución.

El ser humano siempre ha intentado disfrazar aquello que le atemoriza, dotarlo de un rostro, de una figura reconocible que habite en la penumbra de su interior como un presente oculto del que no pueden escapar.

De entre esas pesadillas surge el vampiro, criatura de la noche, no viva pero tampoco muerta, hambrienta, cuyo imaginario trasciende las épocas y se aleja de sólo el arquetipo de la cultura pop, con su glamour inmortal de colmillos afilados. El vampiro es también una alegoría de las pulsiones más profundas y reprimidas del ser humano.

«Only Lovers Left Alive», Jim Jarmusch (2013)

Desde la perspectiva esotérica, el vampiro encarna la lucha por la inmortalidad del alma, pero no a través del camino luminoso de la trascendencia espiritual, sino desde el mítico miedo a la muerte. Es la criatura que se aferra a lo carnal, que rechaza la idea de mortalidad y, temeroso de la absolución final, encuentra en ese fluido vital que es la sangre, perpetuarse profanamente.

"El vampiro es más que un monstruo: es una pregunta abierta, una inquietud que se oculta en el inconsciente colectivo."

En la magia negra ha persistido la constante de almas que aún sin su cuerpo terrenal logran inmortalizar su ser en este plano mediante rituales, que anclan su existencia a un limbo en el que no se disuelve ni se asciende, sino que permanece mediante la energía de los vivos. Es así como la imagen del vampiro encarna en su retórica la magia y lo oculto desde el mundo exterior y  también el interior, como  un reflejo de los miedos y deseos más recónditos de la humanidad. No es casualidad que el acto de la mordida tenga una carga erótica, ni que las víctimas sean a menudo seducidas antes de ser drenadas. El vampiro es la representación de los deseos inconfesables, de la entrega a lo prohibido, de la atracción por aquello que promete placer y condenación a partes iguales, es decir, de aquello que te hace vivir y morir al mismo tiempo. 

«El beso del vampiro», Max Ernst (1934)

En el Nosferatu de Murnau, el vampiro no solo trae consigo la muerte individual, sino la peste, la aniquilación colectiva. En este sentido, el vampiro se convierte en la metáfora del desastre inevitable, del destino trágico que se cierne sobre la humanidad por el simple hecho de ser humanidad y guardar en sí misma pulsiones primarias. En su obra La peste, Albert Camus retrata la enfermedad no solo como una calamidad biológica, sino como una prueba moral, un espejo que revela la verdadera naturaleza de los hombres. De igual forma, el vampiro es la sombra que pone en evidencia las flaquezas humanas: la avaricia de quienes buscan la inmortalidad, la atracción y el miedo a lo desconocido y, especialmente, la sexualidad, esa pulsión natural que, como el mismo vampiro, se ha ocultado entre las sombras de la humanidad, el deseo insaciable de controlar la vida y la muerte.

Al final, el vampiro es más que un monstruo: es una pregunta abierta, una inquietud que se oculta en el inconsciente colectivo. Es la lucha entre lo carnal y lo espiritual, entre la trascendencia y el apego, entre la vida y la no-vida. Es el alma oculta que absorbe nuestro lado más oscuro como humanidad. 


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Imagen de portada: «Nosferatu», F. W. Marnau (1922)