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El cine de Lynch no solo se mira, se habita: un laberinto onírico donde las imágenes veladas y los símbolos ocultistas revelan más de lo que muestran.

El cine de David Lynch es un conjuro. Una puerta entreabierta hacia un mundo que se encuentra justo debajo del nuestro, donde las imágenes no sólo narran historias, sino que invocan presencias. Blue Velvet (1986) arrastra al espectador más allá del idilio de los suburbios para revelar un abismo cubierto por rosas rojas y cercas blancas. Un sueño americano que sangra entre sus secretos.

Lynch nunca nos entrega respuestas claras. Al contrario, sus películas son símbolos velados, espejos ocultos que reflejan la dualidad de la existencia, son el sueño sin estructura al que nuestra propia narrativa le da sentido. Como dijo Barthes, el significado no reside en el texto, sino en las múltiples interpretaciones que emergen de quien lo contempla. Así, cada plano de Blue Velvet —la oreja amputada cubierta de hormigas, la fascinación incómoda de Jeffrey, el canto desolador de Dorothy— es una clave para abrir puertas secretas. ¿Qué hay al otro lado? Solo aquellos dispuestos a ver más allá de la superficie podrán descubrirlo.

"Para Lynch, el cine es un portal. Y al cruzarlo no solo miramos el abismo: también nos encontramos con las miradas que nos devuelven a la oscuridad."

El ocultismo en el cine lynchiano no es un truco estético: es la esencia misma de sus narrativas. Lynch convierte el cine en un rito, donde cada color, cada canción —como ese inquietante "In Dreams" de Roy Orbison— despierta fuerzas invisibles que se agitan detrás de lo cotidiano, que mueven el espíritu aún cuando  tus ojos u oídos no han terminado de procesar lo que perciben. 

Sumergirse en una película de Lynch es como adentrarse en un sueño que sueña dentro de otro sueño. Eraserhead, por ejemplo, puede considerarse una pesadilla pero también una experiencia donde la conciencia del espectador queda suspendida, flotando entre lo que ve y lo que siente, atrapada entre la imagen y su eco. Es una invitación a perderse, a despojarse del yo racional y dejar que el alma habite en las sombras de la pantalla.

Para Lynch, el cine es un portal. Y al cruzarlo no solo miramos el abismo: también nos encontramos con las miradas que nos devuelven a la oscuridad. Porque en su universo, los sueños y las pesadillas no se limitan a la pantalla: nos persiguen hasta que aceptamos que lo oculto siempre ha estado aquí, y nos adentramos en su propia  mente creando una sinergia entre la suya y la nuestra, encontrándonos con un mundo que espera ser visto. 


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