El consenso contemporáneo sobre el lenguaje tiende a considerar dos enfoques sobre sus orígenes evolutivos. Para algunos, se trata de la emergencia de un recurso para intercambiar información factual sobre el mundo físico entre seres humanos. Para otros, es un refuerzo que incentiva y facilita los vínculos sociales. Si bien estos enfoques ayudan a explicar lo práctico y formador del lenguaje, ambos eluden, sin embargo, parte de su complejidad.
Algunos psicólogos evolutivos sostienen la teoría de que se dio una “fase de la metáfora" en el desarrollo del lenguaje y de los cerebros humanos. Recurriendo a las palabras inventadas para los objetos físicos, se empezaron a nombrar cosas cada vez menos tangibles, por ejemplo, sentimientos, visiones, y toda una gama de realidades inmateriales.
Esta teoría caracteriza a los primeros de nuestra especie como mentes supersticiosas incapaces de no cometer todo tipo de errores sobre la naturaleza de la realidad. La metáfora pudo haber sido, tanto una fase de incorporación al mundo, como una fase de explicación, personalizaciones de fenómenos o entidades, por ejemplo, mares, montañas o vientos que son considerados dioses o espíritus. Si bien la metáfora como delirio pudo unir a los grupos humanos y dar valor a los individuos, ayudándolos a sobrevivir, desde el punto de vista de diversos investigadores, el lenguaje metafórico no es más que una inferencia errónea.
Sin embargo, algunos filósofos se han atrevido a recuperar un punto de vista alternativo. El escritor inglés Owen Barfield asumió la perspectiva de la “tradición romántica” sobre los orígenes del lenguaje. Esta sería contraria a la noción de las palabras como invenciones arbitrarias, insistiendo en que un “cómo hablar sobre algo” fue “sugerido” por la naturaleza cósmica. Las palabras reflejan la intimidad del mundo, conexiones intramundanas, palabras, imágenes o hechos de un poder real. Para el poeta y también inglés Simon Armitage:
Mi sensación es que gran parte del lenguaje que usamos, y el mejor lenguaje para la poesía, proviene directamente de la tierra.
El filósofo sudafricano John McDowell advertía un “punto ciego” entre los enfoques contemporáneos sobre el lenguaje. Por un lado, se considera que un significado y una intencionalidad son manifiestos solo en un contexto organizado normativamente. Por el otro, se considera que la naturaleza contemplada desde las ciencias carece de normas. Si fuera el caso, algo de esa naturaleza se abstraería de todo acercamiento posible.
Pero el lenguaje es como una “segunda naturaleza” que usa la sensibilidad de la primera. Sin apropiársela, la convierte en otra percepción, también sobre sí misma y sobre los sentidos como si pudiéramos hablar de ellos. Las palabras siempre habrían tenido significados tanto “físicos” como “internos”, o que las palabras sean ver una interioridad es algo que no ha tenido un comienzo conocido por el propio lenguaje. Pienso ahora en la visión estética en la que vivió el poeta estadounidense Ralph Waldo Emerson:
Cada palabra alguna vez fue un poema.
No tiene sentido un símil o una metáfora que sea solo privada. Además, si las metáforas fueran meras fantasías de nuestros cerebros individuales, sería prácticamente imposible que hubieran tenido alguna vez éxito. En palabras de Ludwig Wittgenstein:
Lo que designan los nombres del lenguaje tiene que ser indestructible, pues se tiene que poder describir el estado de cosas en el que se destruye todo lo que es destructible. Y en esa descripción habrá palabras. Lo que se corresponde no puede entonces destruirse, pues de lo contrario las palabras no tendrían significado.
La intimidad es lo que denominamos “alma”, un alma transformista. ¿Conservar mi yo es lo mismo que la posible eternidad de esa intimidad? La conciencia es lenguaje, expresión que antecede, tanto a las imágenes de los sentidos, como aquello que son o creen ser. En el mismo sentido en que se evidencian y coinciden. O según un poema de Octavio Paz:
Nombras el árbol, niña.
Y el árbol crece, lento,
alto deslumbramiento,
hasta volvernos verde la mirada.
Nombras el cielo, niña.
Y las nubes pelean con el viento
y el espacio se vuelve
un transparente campo de batalla.
Nombras el agua, niña.
Y el agua brota, no sé dónde,
brilla en las hojas, habla entre las piedras
y en húmedos vapores nos convierte.
No dices nada, niña.
Y la ola amarilla,
la marea de sol,
en su cresta nos alza,
en los cuatro horizontes nos dispersa
y nos devuelve, intactos,
en el centro del día, a ser nosotros.
Imagen de portada: lago Wanaka, Unplash.