Bestsellers de ayer y hoy: ¿cómo han cambiado los autores y los lectores?
Libros
Por: Luis Guillermo Pérez - 11/11/2025
Por: Luis Guillermo Pérez - 11/11/2025
«Los escritores bestseller solo son tipos con suerte que pueden vivir de su arte.»
–Stephen King
«Elimina todo lo que no tenga relevancia en la historia. Si dijiste en el primer capítulo que había un rifle colgado en la pared, en el segundo o tercero este debe de ser disparado inevitablemente. Si no va a ser disparado, no debería haber sido puesto ahí.»
–Anton Chéjov
Despiertas y la mañana es agradable. Soleada y con la temperatura ideal para salir. Tomas tus llaves, tu libro, tu tarjeta con la que pagas el transporte público y, de camino, una serie de notificaciones llegan desde el grupo con tus amix: "Nos vemos en el café X". Aceptas ir. No te vendría mal platicar un rato y verlos. El próximo jueves el Comité anunciará al ganador del Premio Nobel de Literatura. ¿Quien ganó el año pasado? Te preguntas. ¿Y antes? Repasas mentalmente a los ganadores: Vargas Llosa, Octavio Paz, Camus…
¿Y quién no lo recibió? Sartre en el 64, a quien se lo dieron pero lo rechazó: dijo que él era filósofo y aceptarlo demeritaría su oficio. Por otro lado. Están Proust y Borges, el eterno nominado. ¿Faulkner? No, él sí lo ganó y acudió a la ceremonia. El otro de la generación perdida… ¡Scott Fitzgerald! Y entonces reparas en un detalle: ¿qué criterios tiene la Academia Sueca para otorgar el Premio? ¿La profundidad de la obra? ¿El número de ventas? ¿El país o idioma del autor? En todo caso, ¿por qué no se lo dieron a Tolstói? ¿O a Dostoyevski? Bueno, Fiódor murió 20 años antes de que Alfred Nobel instituyera el galardón su testamento. Sí, eso debe haber sido. ¿O no?

El café está casi solo y tú y tus amigos tomaron una mesa en la terraza ¿Qué va? Si sólo son mesas apeadas en la calle, en espacios que, a fuerza de costumbre, los dueños de los restaurantes le han ganando a los automóviles —y peatones— desde la pandemia. Tras algunos minutos de intensa platica sobre las indignidades de la vida y amores que se acabaron, la portada del libro que te acompaña se asoma tímidamente por entre tu tote bag. Tu amix lo alcanza a ver, le llama la atención y te pregunta: "¿Qué estás leyendo?", al mismo tiempo que alarga su mano para sacarlo. Apuras el trago del matcha con leche de almendras que pediste mientras preparas mentalmente tu respuesta, pero los comentarios de los otros se te adelantan y se suceden uno a otro, sin pausa ni compasión:
—En lo personal yo no leería eso. Yo creo que los libros deben servirte para crecer como persona. Ser mejor cada día y subir tu nivel —dice Ale, enfundada en su ropa deportiva lululemon, enérgica, mordaz, contundente, con ese tono que ha adquirido de unos meses para acá, como si supiera todas las respuestas.
—Mi criterio para leer un libro son las recomendaciones. Y no hay mejor recomendación que las altas ventas de un libro. Si un libro vende entre 1,000 y 10,000 copias en una semana, entonces se le considera un superventas, un bestseller —replica Bety.
—Pues yo difiero. En primer lugar, existen criterios, como el del New York Times, que con 10,000 libros vendidos en un año, considera al título un superventas. En segundo lugar, diría que debemos de enfocarnos en leer buenos libros, es decir, alta literatura. Ganadores del Premio Nobel, Pullitzer, el Cervantes, el Villaurrutia y demás certámenes literarios; obras que ya han sido aprobadas por críticos y académicos realmente dedicados a la literatura. Su opinión es más valiosa —aclara César.
—¿Saben? —intervengo yo— Hace poco terminamos de leer Los demonios en el club de lectura y les diré: estábamos maravillados. Fueron semanas intensas de adentrarnos en la mente de Dostoyevski. Tanto en su exposición de la Rusia rural, como en la exploración de sus personajes. Sus sueño y esperanzas, sus vidas, su pasado, los sentimientos y sucesos que llevaron a unos muchachos a participar en el asesinato de uno de sus compañeros, todo bajo el ideal de supuestamente conseguir un bien mayor.
—Me encantan tus comerciales —acota Carmen.
—Espera, lo digo porque viene al caso. Algo de lo que nos dimos cuenta es lo que todos sabemos: que leer a Dostoyevski no es sencillo. Menos ahora. La historia no es lineal, los personajes son complejos y es muy fácil perderse entre capítulos que a veces parecen no aportar nada.
—¿Estás diciendo que es mal escritor?
Una sonrisa ilumina tu rostro antes de responder.
—No, pero llegamos al consenso de que ha cambiado mucho la forma en la que escribimos y en la que leemos.
—¿Que quieres decir? ¿Acaso no es lo mismo leer a un novelista actual que a uno considerado clásico?
—Leer clásicos es muy difícil –interrumpe Ale —Y a decir verdad, algo cansado. ¿Por que le tienen que dar tantas vueltas a un mismo asunto?
—Piénsenlo, la obra de Dostoyevski fue publicada en diversas revistas literarias. Humillados y ofendidos, en Vremya. Noches blancas en Anales de la Patria. Crimen y castigo, El idiota, Demonios y Los hermanos Karamazov, todas por entregas en El heraldo ruso. Y sólo después se imprimieron esas entregas como libros individuales. Eso quiere decir que la gente tenía gran interés en leerlo. En su tiempo, las novelas de Dostoyevski fueron auténticos bestsellers. Ahora bien, ¿cómo podía atrapar la atención del publico si es tan complicado de leer? Bueno, pues por que los hábitos eran otros. El escritor del siglo XIX muestra un vasto conocimiento, casi enciclopédico. Su redacción está llena de adornos y formas que hoy nos parecen extrañas y que apenas sobreviven en algunos formalismos que ya hasta nos dan risa: “su seguro servidor”, “atentamente”, “con la seguridad de mi más alta consideración”, por ejemplo. Eran tiempos de cambio. El mundo venía de una monopolización de la educación por parte del clero, que a su vez había instruido a la nobleza. Posteriormente la burguesía compró su acceso. Ya en el siglo XIX, una incipiente clase media se vio también beneficiada. Aún así, las tasas de alfabetización eran bajas. En ese contexto, el escritor debía de afianzarse transmitiendo autoridad. La autoridad de explayarse a la hora de contar una historia que gira al rededor de un suceso escandaloso, con un coro de personajes que podrán ser empleados para transmitir vistazos de la sociedad de su tiempo a través de sus acciones. Estudiantes hambrientos, baja nobleza envilecida, borrachos y suicidas son tonalidades en la composición de un paisaje, que reflejan matices de una verdad tan real como la naturaleza misma. Una sociedad imperfecta. Y en el otro extremo estamos nosotros. Ya tan acostumbrados a las historias en tres actos: planteamiento, nudo y resolución. Eso sí: damos mayor importancia a la transformación de los personajes en sus diferentes modalidades: el viaje del héroe, de mendiga a princesa, descubrir si la protagonista se está volviendo loca o la favorita de muchos, la resolución de un crimen atroz, etcétera.
Los ojos de Carmen se abren cuando apunta: —¡Es por eso que las novelas actuales son más fáciles de digerir! ¡No cuesta tanto trabajo entenderlas!
—Eso viene de grandes esfuerzos que han hecho autores e investigadores por encontrar la manera más eficiente de narrar una historia, restándole la menor cantidad de valor posible, con el propósito de masificar su distribución y entendimiento. En su mayoría, estos avances han sido recogidos por los cómics, el cine, la televisión y ahora lo vemos muy presente en el storytelling que se emplea para prácticamente cualquier mensaje que desea transmitirse. Las historias que se cuentan en los libros actuales han cambiado, pero también lo han hecho sus narradores, la retórica empleada y hasta la administración del lenguaje, cada vez más lacónico, cada vez más centrado en mostrar tan sólo lo mínimo necesario. Tan alejados de la sonoridad musical de Wilde, por decir algo. La culpa es de Chéjov y su condenada pistola.
—¿Quién?
–Anton Chéjov —añade César —enunció un principio narrativo que sugiere que todo elemento que se introduce en una historia debe de tener un propósito y ser relevante para la trama. Si no lo tiene, debe omitirse.
—Además, hay veces en que los escritores siguen ciertas fórmulas en sus novelas, aunque si nunca salen de ellas corren el riesgo de encasillarse.
—Creo que te sigo, pero a ver, dame un ejemplo.
—Déjame ver… ¡Ya sé! ¿Recuerdan que acaba de salir el nuevo libro de Dan Brown?
—¿El de El Código Da Vinci?
—El mismo. En sus novelas emplea una fórmula general. Primero, todo comienza con un asesinato, a cuya investigación un hombre de mediana edad se ve arrastrado por una atractiva treintañera. Casi inmediatamente se descubre que el homicidio está relacionado con un secreto que puede ser histórico, científico, tecnológico, religioso o una combinación, lo cual compone la segunda trama importante. La narración se desvía a algunas subtramas, da dos o tres giros imprevistos y después de ese periplo, la pareja protagónica resuelve el homicidio de la trama principal no sin antes vivir un flirteo velado. Al final, el hombre, ya solo, resuelve el secreto de la trama secundaria, como en una suerte de revelación mística que envuelve una enseñanza.
—¿Y? ¿Hay alguna enseñanza de por medio?
—Mmm... tal vez. Leerlo es entretenido y el viaje para descubrir el secreto te alecciona de una manera didáctica. Aprendes cosas nuevas-
—Y la estructura de los bestsellers como Dostoyevski, ¿cuál sería?
—Bueno, en ese caso creo que debemos de analizar el contexto. Europa, finales del siglo XIX. Charles Dickens había logrado gran éxito retratando con frío realismo las condiciones de vida de las clases pobres de la Inglaterra de la Revolución Industrial. ¿La razón de su éxito? Supo llegar a los corazones de sus lectores con un estilo amable, personajes altamente idealizados y escenas cargadas de valor sentimental que contrastaban con la indignidad sufrida por el hambre, el frío, la pobreza y el olvido. Dickenks y la experiencia previa a su destierro en Siberia fueron las grandes influencias de Dostoyevski para hablar sobre la decadencia no sólo social, sino de otros aspectos relevantes del ser humano como el sentimiento de justicia, el amor, la bondad y la relación entre padres e hijos. Desprovisto de una fórmula, Dostoyevski presenta a sus personajes a través de una mirada mordaz que saca a relucir lo peor de cada uno. Y sí, cuando uno de ellos comienza a toser, sabes que la cosa no terminará bien.
—Entonces, ¿qué bestsellers son mejores? ¿Los clásicos o los modernos?

—Yo diría que no hay libros malos. Lean lo que les gusta. La vida está llena de conocimiento plasmado en sus historias y parte de la libertad de la que gozamos es poder decidir cuáles usar, ya sea para entretenernos o para guiar nuestros caminos. Aunque se piense que los bestsellers llegan a ser superficiales y son mera literatura de consumo, la realidad es que algunos, tanto clásicos como contemporáneos, pueden considerarse obras maestras. El Quijote de Cervantes ha vendido 500 millones de copias de ejemplares; Historia de dos ciudades de Dickens, 200 millones; Guerra y paz, 400 millones de copias.
–Ok. ¿Y de los premios Nobel? ¿Cuáles han sido bestsellers?
–Ah, pues tenemos por ejemplo a Cien años de soledad de García Márquez, con 30 millones de copias vendidas. También Las uvas de la ira de John Steinbeck, con 15 millones. La peste de Albert Camus, 12 millones. El viejo y el mar de Hemingway, 13 millones. Y aunque todavía lejos, ahí está el caso reciente de La vegetariana de Han Kang, que cuando ganó el Nobel, en pocos meses alcanzó los 100,000 libros vendidos en español.
–¿Y libros infantiles?
–No de Nobel, claro, pero ahí están Harry Potter y la piedra filosofal, que vendió 140 millones de copias. El principito tiene también cerca de 140 millones de copias vendidas. Y El gato en el sombrero ronda los 10 millones.
—Digamos que puedes saber mucho de las prioridades de una sociedad revisando los bestsellers que se leen, o al menos se venden. En los años 60 del siglo XX, el tema común de muchos bestsellers fue la felicidad del sexo, volverte rico en los 80 y en los 90 el afán de mantenerte joven. Ahora el empoderamiento de la mujer, el "desarrollo personal" y en menor medida las causas sociales ocupan las listas.

—¿Y que temas suelen tocar los superventas?
—Pues de todo. Los hay sobre:
Resolver un crimen
Diez negritos, de Agatha Christie, 100 millones de copias vendidas. El código Da Vinci, de Dan Brown, 80 millones. El nombre de la rosa, Umberto Eco, 50 millones. La chica del dragón tatuado, Stieg Larsson, 30 millones.
Novelas de caballos
Belleza negra, Anna Sewell, 50 millones. El susurrador de caballos, Nicolas Evans, 16 millones.
Superación personal
El alquimista, Paulo Coelho, 65 millones. Juan Salvador Gaviota, Richard Bach, 40 millones. Los siete hábitos de las personas altamente efectivas, Stephen R. Covey, 15 millones.
De divulgación
El mundo de Sofia, de Jostein Gaarder, 20 millones de copias vendidas. Breve historia del tiempo, de Stephen Hawking, con 10 millones.
Y en los dos miles…
La sombra del viento, de Carlos Ruiz Zafón, 15 millones de copias. 50 sombras de Gray, de E. L. James, 31 millones. Los juegos del hambre, Suzanne Collins, 23 millones. Bajo la misma estrella, John Green, 23 millones. Desde mi cielo, Alice Sebold, 10 millones. Cerrar el círculo, Coleen Hoover, 10 millones.
–¿Y no hay de terror?
–Claro. El exorcista, de William Peter Blatty, vendió 11 millones de copias.