Cuerpo, mente y alma: así era la medicina antes de la hegemonía occidental
Buena Vida
Por: Yael Zárate Quezada - 10/24/2025
Por: Yael Zárate Quezada - 10/24/2025
Antes de las pastillas, las inyecciones, los jarabes y los tratamientos controlados por las grandes farmacéuticas, existían los yerbateros, sobadores, hueseros, parteras tradicionales, culebreros y rezanderos; personas que –antes y ahora– practican la medicina tradicional. Quienes la ejercen sostienen conocimientos que han sido ordenados en una cosmovisión que se enfoca en la totalidad de las cosas, en la relación de las personas y los seres vivos con la naturaleza, el cosmos y los diferentes elementos. Este sistema de salud comprende a las personas como un cuerpo-mente-espíritu que debe mantenerse en equilibrio.
Desde Asclepio –hijo de Coronis y del dios Apolo, que fue educado por el centauro Quirón y se hizo tan hábil que podía resucitar a los muertos– ya podemos registrar la importancia que le imprimían las culturas paganas a la preservación de la salud.

En Egipto, por ejemplo, la medicina fue una disciplina sagrada. Los estudiantes dedicaban años a su formación, se purificaban, vestían de blanco y seguían dietas rigurosas. En las casas de enseñanza como la de Imhotep, en Menfis, o la de Sais, donde se instruía a las matronas, se aprendían técnicas de sanación, cirugías básicas y el uso de plantas medicinales. Con el tiempo, los sacerdotes convirtieron este conocimiento en doctrina y lo resguardaron en textos sagrados, como el “Libro Sagrado”, que dictaba cómo debía practicarse la curación.
Los himnos védicos en la India ya celebraban el poder de sanar a través de la palabra y la conexión espiritual. De ahí surgió el Ayur Veda, “el conocimiento de la vida”, un cuerpo de saberes que veía la enfermedad como un desequilibrio entre el cuerpo y el alma. Este enfoque integrador fue también una constante en otras culturas, aunque en Occidente, con el tiempo, la ciencia sustituyó al mito, y el laboratorio al ritual.
En América, antes del adoctrinamiento médico europeo, el acto de sanar formaba parte de una red de conocimientos profundamente conectada con la tierra. En “el ombligo de la luna” (México), la medicina tradicional es un patrimonio vivo que ha resistido siglos de imposición cultural. Reconocida incluso en la Constitución mexicana como un derecho cultural de los pueblos indígenas, su práctica es testimonio de una relación ancestral con la naturaleza y de una manera distinta de comprender la salud.

Las parteras, por ejemplo, son guardianas de una sabiduría que no se enseña en universidades, sino que se hereda por la experiencia. Acompañan el nacimiento desde la empatía, el tacto y la escucha. Su “don de sentir lo que siente la mujer” las convierte en mediadoras entre la vida y el misterio, en dadoras de vida que cuidan el cuerpo físico, pero también el espiritual. Su conocimiento del cuerpo femenino, de las plantas, los masajes y los rezos, es una forma de medicina que reconoce la fuerza vital como algo sagrado.
Los temazcales, por su parte, son espacios de purificación física y espiritual donde el calor, el vapor y las plantas medicinales actúan como catalizadores de sanación para expulsar toxinas. En su interior, el cuerpo suda lo que el alma guarda en celoso secreto.

Por su parte, los yerbateros, herederos de una larga tradición de botánicos y chamanes, conocen los secretos de las plantas. Saben qué hoja calma el dolor, qué raíz limpia la sangre o qué infusión devuelve el sueño.
Antes de la occidentalización, la medicina era una práctica espiritual y una forma de conocimiento que no buscaba el biopoder o el control de la vida en sí. Al día de hoy, mientras la medicina y las grandes corporaciones farmacéuticas avanzan, siempre es conveniente recordar que curar no siempre ha significado combatir las enfermedades sino mantenernos en armonía con la tierra que nos sostiene.