Un informe de The New York Times encendió las alarmas: en la última década, las pruebas de alfabetización y razonamiento muestran un retroceso, sobre todo en los sectores con bajos recursos. La paradoja es clara: mientras las élites culturales invierten fortunas en escuelas que limitan el uso de pantallas y fomentan la lectura, millones de niños de bajos ingresos pasan más horas frente al celular que frente a un libro.
Durante buena parte del siglo XX, las pruebas de inteligencia reflejaban un ascenso sostenido en comprensión y razonamiento, fenómeno conocido como “efecto Flynn”. Esa tendencia se frenó en la última década y comenzó a invertirse. Las caídas más notorias están en los sectores más pobres, donde el acceso a capital cultural es limitado y el tiempo frente a pantallas es mayor.
Los adolescentes que leen libros de más de 100 páginas llevan una ventaja equivalente aproximadamente a un curso académico en comprensión lectora a quienes no lo hacen, después de descontar el nivel socioeconómico y cultural de su familia, que es lo que más influye en el… pic.twitter.com/6CBajL4ak9
— cristian leporati (@cleporati) September 22, 2024
La especialista Maryanne Wolf compara el consumo digital con la comida ultraprocesada: accesible, adictiva y difícil de resistir. Los datos son claros: niños de familias que ganan menos de 35 mil dólares al año pasan, en promedio, dos horas más frente a dispositivos que los hijos de hogares con mayores ingresos. Esa diferencia impacta directamente en memoria, velocidad de procesamiento y habilidades lingüísticas, ampliando desde temprano la brecha de oportunidades.
Más allá del tiempo frente al celular, la desigualdad se amplía con lo que los investigadores llaman “capital cultural”: conocimientos, habilidades y códigos simbólicos que permiten desenvolverse en la sociedad. En entrevistas de comunidades del Bajío, personas de bajos recursos relataron cómo la falta de alfabetización digital o de comprensión básica los lleva a situaciones de vergüenza, exclusión e incluso abuso. Esta “aporofobia intelectual” —como la denomina el investigador Ricardo Contreras Soto— refuerza la idea de que pobreza equivale a ignorancia.
Mientras tanto, las élites reaccionan de forma opuesta. Bill Gates, Evan Spiegel y otros referentes tecnológicos restringen los dispositivos a sus hijos y los inscriben en escuelas clásicas que cobran hasta 34 mil dólares al año, donde se fomenta la lectura de grandes obras y se prohíbe el uso del celular en el aula. En Estados Unidos han surgido más de 250 instituciones con este modelo en los últimos años, muchas vinculadas a tradiciones religiosas o conservadoras.
Aunque la investigación recae en Estados Unidos, sus conclusiones son aplicables en gran parte del mundo. En países como México, donde los índices de lectura ya eran bajos antes de la era digital, el impacto es aún mayor. La llegada de pantallas y herramientas tecnológicas desde edades tempranas acelera un fenómeno que amenaza con profundizar desigualdades ya existentes y deteriorar todavía más la capacidad de concentración y razonamiento e inclusive cuestionamiento en las nuevas generaciones.
Así pues, el panorama es claro: en las aulas públicas masificadas es mucho más difícil aplicar normas de desconexión digital, mientras que las escuelas privadas lo convierten en regla. La consecuencia es que la concentración, el razonamiento profundo y la lectura experta se transforman en un privilegio de clase.