En el idioma español tenemos una frase que –además de justicia poética– revela la manera en la que nos sentimos cuando algo robado termina siendo robado por alguien más. El origen de esta frase viene de la sabiduría popular, aunque podemos rastrear una posible referencia de uso en la obra La Celestina de Fernando de Rojas en el siglo XV: "Quien engaña al engañador, cien años de perdón", que derivó en “Ladrón que roba a ladrón tiene cien años de perdón”.
Una frase muy ad hoc considerando el robo reciente de nueve piezas a las que se les ha denominado las joyas de Napoleón.
El pasado 19 de octubre, tres sujetos encapuchados ejecutaron un robo al Museo de Louvre en París; sin embargo, la reflexión está en que las joyas fueron en su mayoría originarias de la India, África y Colombia.

Y es que, el ascenso de Napoleón Bonaparte y la opulencia de su corte estuvieron íntimamente ligados a los frutos del colonialismo europeo, un sistema que convirtió el despojo de otros pueblos en símbolos de grandeza imperial.
En América, el oro, la plata y las gemas provenientes de territorios como Colombia y el Caribe sostuvieron buena parte de la riqueza francesa. Santo Domingo fue uno de los pilares de esa economía, un territorio cuya prosperidad se cimentó sobre el trabajo forzado de miles de africanos esclavizados. Al mismo tiempo, las campañas napoleónicas en Europa y África implicaron el saqueo sistemático de obras de arte, tesoros y objetos que engrosaron las colecciones de museos y monarcas.
Entre los ejemplos de este expolio colonial se encuentran las propias piezas de las colecciones de María Amelia, la reina Hortensia y la emperatriz Eugenia, confeccionadas con diamantes de Golconda (India), esmeraldas de Muzo (Colombia) y perlas extraídas del Golfo Pérsico o del Océano Índico. Estas joyas, hoy consideradas patrimonio francés, son en realidad testimonio de una red global de despojo.

El caso del Penacho de Moctezuma, conservado en el Museo Weltmuseum de Viena, Austria, ilustra esta misma herencia de apropiaciones. A pesar de ser una pieza emblemática de la historia mexicana, el penacho permanece lejos de su lugar de origen, protegido por leyes europeas que impiden su repatriación.
Algo similar ocurre con el Museo Británico, que guarda en sus salas innumerables tesoros obtenidos en circunstancias coloniales, como los mármoles del Partenón de Grecia, la Piedra Rosetta de Egipto, los Bronces de Benín, los Tabots etíopes o el moái Hoa Hakananai’a de la Isla de Pascua. Detrás de cada una de esas piezas, hay una historia de pérdida, disputa y memoria.

Así, cuando escuchamos que el Museo del Louvre ha sido víctima de un robo, es inevitable no pensar en la frase popular: “Ladrón que roba a ladrón tiene cien años de perdón”. No porque celebremos el crimen, sino porque el acto en sí nos obliga a mirar atrás y recordar que muchos de los objetos que hoy se observan tras una vitrina fueron también robados en un momento.
Quizá ahí radica una reflexión que nos lleva a pensar que en el panorama actual donde los grandes museos europeos construyeron su prestigio sobre siglos de saqueo, el robo de sus tesoros no deja de tener un matiz irónico, casi de justicia poética.