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Monsiváis invita a mirar la patria más allá de banderas y discursos: un lugar donde memoria, gestos cotidianos y experiencias compartidas construyen lo que significa ser mexicano

¿Qué significa realmente “patria”? ¿Es un territorio delimitado, una lengua que se repite, un conjunto de símbolos oficiales, o algo más profundo que se construye en la memoria, en los gestos cotidianos y en la experiencia compartida? Preguntarse esto es abrir un diálogo con uno mismo y con los otros, cuestionar aquello que nos han enseñado sobre pertenencia y nación, y entender que la patria no siempre coincide con lo que las instituciones declaran.

En el imaginario colectivo, la patria suele aparecer como un trazo oficial: banderas que se izan, himnos que se cantan, rituales de exaltación de lo nacional. Es una patria que se mide en plazas, en ceremonias y discursos solemnes. Pero Monsiváis nos recuerda que la patria verdadera también se juega en la intimidad, en lo cotidiano, en lo que vivimos y recordamos cada día. “La patria concebible es la autobiografía, el contarle a algunos que se ha sido alguien”. No está solo en los símbolos, sino en el relato de nuestras propias vidas, en los gestos mínimos que nos conectan con los demás, en las memorias que construimos entre risas, dolores y silencios compartidos.

Y es precisamente esta mirada la que revela la patria como algo plural y contradictorio. No todos fueron convocados por los discursos oficiales; muchos grupos tuvieron que apropiarse de la nación a su manera, encontrar su espacio en lo que parecía inalcanzable. Monsiváis describe cómo la patria fue, en su historia mexicana, “felizmente apropiable, la mezcla de hogar y tertulia amistosa, del ánimo protector y de la demanda de protección, de lo simbólico y de lo testimonial” (Monsiváis, Nación y patria, 2010). La patria se construye desde abajo, en la cotidianidad y la memoria compartida, en tradiciones que se transmiten de generación en generación, entrelazando lo íntimo y lo colectivo. Es una patria que crece en la tensión entre la experiencia personal y la historia que nos envuelve.

Monsiváis observa cómo los discursos oficiales, los mensajes a la nación o los slogans presidenciales no lograban abarcar a todos, y cómo la gente, incluso bajo la presión de la modernidad y los medios electrónicos, encontraba su espacio:

“La Nación se fragmenta y su dispersión es el mayor signo de vitalidad.”

Esta dimensión íntima se expande en los sabores, en la lengua, en los recuerdos familiares, en esos rituales que parecen pequeños pero que nos definen. La patria puede estar en la comida que nos recuerda a la infancia, en los relatos que pasan de una generación a otra, en la música que nos hace reconocernos parte de algo mayor. Monsiváis nos invita a ver la patria como un tejido de emociones y símbolos: la bandera, la canción, la comida, la memoria del barrio o la historia de nuestra colonia. Todo esto se convierte en territorio afectivo, en un espacio donde lo que sentimos y lo que recordamos se encuentra y se reconoce.

La pregunta queda abierta, y el lector queda convocado a responderla: ¿Dónde habita tu patria? ¿En un territorio señalado por mapas, en símbolos que se izan, en los discursos que escuchamos, o en lo que llevamos dentro y decidimos compartir? Monsiváis cierra este diálogo con una certeza: la patria más profunda es la que se construye a partir de la memoria y la experiencia diaria.

"El registro de comunidades o multitudes... viene a menos el Pueblo y es la hora de la Gente, el corporativo al que se pertenece pero al que siempre se menciona con distancia.”

La patria, finalmente, es nuestra, incluso fragmentada o contradictoria, porque existe en lo que sentimos, en lo que recordamos y en lo que elegimos compartir.


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Imagen de portada: Gob MX