Pozole, sangre y maíz: el secreto ancestral detrás del platillo más mexicano
Sociedad
Por: Carolina De La Torre - 09/11/2025
Por: Carolina De La Torre - 09/11/2025
Hoy parece imposible pensar un 16 de septiembre sin pozole. Está en cada mesa, como si el grano del maíz, mezclado con rábanos, lechuga y orégano, se hubiera tatuado en el imaginario mexicano como un símbolo de celebración. Su caldo espeso se sirve como un estandarte más de la patria: compartido, repetido, indispensable. Pero bajo esa apariencia de plato festivo se esconde una historia que incomoda y que no todos se atreven a mirar de frente.
En tiempos mexicas, el pozole era algo más que alimento: era parte de un ritual donde lo humano y lo sagrado se mezclaban en la misma olla. Aquel plato prehispánico recibía el nombre de tlacatlaolli, que en náhuatl significa “maíz de hombre”. Las crónicas de los frailes relatan que se preparaba con la carne de los guerreros vencidos en batalla, una manera de incorporar su fuerza a quienes participaban en la ceremonia. El maíz, ese grano que según los mitos dio origen a los hombres, hervía junto con la carne que recordaba la fragilidad del cuerpo. Comer tlacatlaolli era, entonces, una comunión con la vida y con la muerte.
El ritual era minucioso: el guerrero capturaba a un enemigo, lo llevaba al sacrificio y ofrecía su corazón a los dioses. La carne se cocía con maíz y se repartía entre la familia y el calpulli; los muslos, los más preciados, iban al palacio del tlatoani en sofisticados guisados. La preparación no incluía sal ni picante, y el captor no probaba la carne. Otros grupos, como los pochteca, accedían a este manjar comprando esclavos y adaptando la receta, cocinando carne y maíz por separado y, a veces, agregando sal o flores de calabaza en rituales específicos.
Muchos piensan que aquello es apenas un mito, un relato exagerado de la Conquista, pero la investigación histórica confirma que no se trata de un invento. “El pozole estaba relacionado con prácticas rituales de sacrificio humano, en donde los prisioneros de guerra eran consumidos en ceremonias específicas” (Jiménez Martínez, El pozole: historia, tradición y simbolismo, 2006). Lo que hoy endulza la fiesta fue, en su origen, un recordatorio de la sangre derramada en nombre de los dioses, un acto que combinaba lo sagrado y lo terrenal, el alimento y la ofrenda.
El maíz, siempre al centro, era el puente entre mundos: alimento, cuerpo, ofrenda. En aquella olla bullía una alegoría de lo que somos: una mezcla de lo sagrado y lo terrenal, de lo que nutre y lo que devora. Comer tlacatlaolli era un acto político, religioso y simbólico, donde la carne humana transformaba al plato en un escenario de poder y fe, manteniendo la energía vital de los guerreros y la fertilidad de la tierra.
Pero ¿cómo pasó de ser un guiso ritual con carne humana a convertirse en el platillo que hoy une familias y acompaña las fiestas patrias? Tras la llegada de los españoles, la antropofagia fue perseguida y prohibida. La carne de los sacrificados fue reemplazada por la de cerdo, animal introducido por los conquistadores, considerado un sustituto que mantenía el espíritu del plato sin desafiar la nueva moral impuesta. “La sustitución de la carne humana por la carne de cerdo representó una adaptación cultural: se conservó la forma del ritual culinario, pero se resignificó su contenido” (Jiménez Martínez, El pozole: historia, tradición y simbolismo, 2006).
Desde entonces, el pozole comenzó un proceso de transformación. Pasó de ser un plato ritual a un alimento comunitario, con variaciones regionales que hablan de la diversidad del país: blanco en Guerrero, rojo en Jalisco, verde en Michoacán, con pollo, res o cerdo. Cada estado lo ha hecho suyo, y en cada casa tiene una sazón distinta, pero en todos los casos conserva algo de su carácter original: el poder de reunir en torno a una olla humeante.
Hoy, el pozole no es solo un platillo nacional: es un escenario de identidad. En él se condensa la historia de un pueblo que supo transformar la sangre en caldo festivo, la violencia en sabor compartido. Su lugar en las fiestas patrias no es casual. Comer pozole en la noche del Grito es también un acto simbólico: con cada cucharada se celebra no solo la Independencia, sino la capacidad de México de reinventar su memoria y de transformar lo que un día fue rito sangriento en motivo de unión.
“Cada preparación del pozole es, en sí misma, un testimonio de continuidad cultural. Aunque su significado original fue alterado, conserva la estructura simbólica de lo que alguna vez fue un acto ritual de trascendencia” (Jiménez Martínez, El pozole: historia, tradición y simbolismo, 2006). En otras palabras, cada plato que llega a la mesa es la memoria viva de un país que cocina su historia a fuego lento.
El pozole, entonces, es mucho más que maíz, caldos y carnes. Es un espejo de lo que somos: una nación que no huye de su pasado, sino que lo sazona, lo mezcla, lo transforma. Y en cada septiembre, cuando miles de familias alzan la cuchara y se repite el brindis, lo que hierve en la olla no es solo la fiesta: es la certeza de que seguimos devorando, a nuestra manera, los fantasmas de nuestra historia.