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Mucho antes de que la ciencia ficción tuviera nombre, una mujer aristócrata desafió a los sabios del siglo XVII con ideas incendiarias sobre el universo, la razón y el poder femenino

Margaret Cavendish fue  una mujer incendiaria. No pidió permiso, no usó pseudónimos, no disimuló su ambición. Fue duquesa, sí, pero sobre todo fue un relámpago en medio de una época que prefería a las mujeres como sombras. Su pluma, afilada como daga, se atrevió a entrar en los salones donde la ciencia, la filosofía y el poder eran asuntos de hombres. No sólo entró: decoró las paredes con espejos rotos y dejó sus huellas en cada esquina.

En pleno siglo XVII —un tiempo en el que se creía que la razón vestía calzones—, Margaret se vistió de metáforas, desafió a Descartes, Boyle y Hobbes, e imaginó mundos gobernados por mujeres que leían estrellas y hablaban con osos filósofos. Lo hizo sin esconder su nombre. Sin pedir permiso. Sin pedir perdón.

Una infancia con libros y melancolía

Nacida en 1623 en una familia noble inglesa, Margaret Lucas creció con una educación irregular pero rica en silencios fértiles. No le dieron un aula, pero tuvo libros. No le ofrecieron cátedra, pero tuvo tiempo para pensar. Era introspectiva, decían. Melancólica, confesaba ella. Una niña que tartamudeaba ante la corte pero que después, con la tinta como escudo, rugía con ideas propias.

Esa timidez, tan leída como debilidad femenina, era en realidad una forma de contención. Como un volcán que se hace pasar por montaña. Y cuando escribió su autobiografía —porque sí, fue de las primeras mujeres en hacerlo— no pidió que la entendieran, sólo que la leyeran.

Un amor donde la inteligencia fue afrodisíaco

Su matrimonio con William Cavendish no fue el típico cuento aristocrático. Él era mucho mayor y viudo, pero fue su lector más devoto. Donde otros hombres apagaban a sus esposas, él encendió su curiosidad. Margaret lo llamó su único amor, no por su linaje, sino por su mente. En lugar de hijos, parieron libros. Él restauró castillos; ella, la imaginación.

Juntos vivieron el exilio, la escasez y el desprecio de una época que aún no sabía qué hacer con una mujer que pensaba en voz alta. Pero Margaret no necesitaba la aceptación de su siglo. Su mirada estaba en otro tiempo: el nuestro.

Escritora de mundos imposibles

Firmó más de 21 obras. Mezcló filosofía con teatro, ciencia con poesía. Se burló de los experimentos de laboratorio con una sonrisa de ironía y una certeza provocadora: que los telescopios no podían ver lo que el alma ya sabía.

En su obra The Blazing World, escrita en 1666 —como si el fuego la persiguiera incluso en el calendario—, creó un universo paralelo gobernado por una mujer. Una emperatriz que convoca a animales-hombre para cuestionar el saber masculino. Astrónomos pájaro, filósofos oso, matemáticos insecto. Y al final, una visión luminosa: un mundo donde la autoridad no es sinónimo de testosterona.

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En ese relato utópico, Margaret se inventó a sí misma como “la primera”: no como una reina de linaje, sino como la autora de su propio destino. En una época donde el trono lo ocupaban los hombres, ella se sentó sobre una corona de ideas.

Excentricidad como performance filosófica

Margaret no se conformó con escribir: convirtió su cuerpo y su ropa en un manifiesto. Usaba abrigos de hombre, terciopelo púrpura, sombreros altivos y modales que cruzaban la línea entre el escándalo y la revolución estética. No era solo extravagancia: era estrategia. En un mundo donde las mujeres eran decorativas, ella eligió ser inconfundible.

Los hombres la llamaban “loca”, “engreída”, “ridícula”. Como si el lenguaje fuera un castigo para las que no caben en su molde. Pero Margaret ya lo sabía: quienes rompen las reglas suelen ser primero caricaturizadas antes que reconocidas.

Filosofía como desobediencia

En sus escritos de filosofía natural, rechazó la visión mecanicista del universo. Para ella, el mundo no era una máquina, sino un organismo palpitante, animado, sensible. Incluso los minerales, decía, tienen deseo. Esta idea vitalista, que rozaba lo herético, no era ingenuidad, sino resistencia. Porque cuando todo a tu alrededor quiere que seas invisible, decir que incluso una roca siente es una forma de reclamar tu propia humanidad.

Desafió la Royal Society, asistió a una de sus reuniones como la única mujer entre científicos, y dejó en claro que podía observar, cuestionar y escribir con la misma furia que cualquiera de ellos. Pero más allá de la ciencia, lo que Margaret cuestionaba era el orden mismo de las cosas. Y eso, por supuesto, no se perdona tan fácilmente.

Legado: una chispa encendida para el futuro

Margaret Cavendish murió en 1673. Fue enterrada en la Abadía de Westminster, aunque su memoria pasó siglos atrapada entre el olvido y el escarnio. Pero como ella misma profetizó, sus libros no eran para su presente, sino para las épocas futuras.

Hoy, en un tiempo donde seguimos preguntándonos por qué la voz de las mujeres aún incomoda, Margaret vuelve a arder. No como mártir, sino como incendio. Como esa figura que se negó a ser domesticada por las costumbres, que pensó con cuerpo propio, y que escribió para que algún día —quizá este— alguien la leyera no como rareza, sino como referente.

No fue una “duquesa excéntrica”. Fue una filósofa que escribió mundos. Una mujer que entendió que, a veces, para abrir la puerta del pensamiento hay que convertir la llave en antorcha.


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Imagen de portada: Radiomás