«Autos, mota y rocanrol»: el caos glorioso de Avándaro llega a cines el 11 de septiembre
Arte
Por: Mateo León - 08/22/2025
Por: Mateo León - 08/22/2025
En septiembre de 1971, un valle cercano a Valle de Bravo se transformó en algo parecido a un estallido: decenas de miles de jóvenes reunidos ante la música, la fiesta y la promesa de libertad. Lo que pasó en Avándaro terminó por convertirse en una leyenda con piernas —y también en un escándalo que ayudó a prohibir ese tipo de festivales en México durante años—. Autos, Mota y Rocanrol, la nueva película de José Manuel Cravioto, recupera ese nudo histórico y lo mira con ganas de reír, homenajear y, sobre todo, escuchar.
La cinta, producida por Pirexia Films y distribuida por Cinépolis Distribución, llega a salas de todo el país el próximo 11 de septiembre de 2025, fecha que no es casual: coincide con el 54º aniversario del mítico festival. Cravioto —egresado del CUEC-UNAM con una filmografía que flota entre el thriller y el relato popular— firma una comedia que combina la exuberancia del rock con la fricción política y moral de la época. El resultado es un filme que juega con la memoria colectiva: recrea la euforia, el desmadre y las contradicciones de una juventud que buscó en la música un idioma propio.
Estilísticamente audaz, la película fue rodada en 16mm y Súper 8mm, una decisión que le imprime textura analógica y cierta honestidad estética; esos formatos dialogan con material de archivo de la Filmoteca de la UNAM para fundir ficción y testimonio. La banda sonora también funciona como archivo vivo: Los Dug Dug’s, Tequila, Peace and Love, El Ritual y Three Souls in My Mind suenan como pilares que sostienen la narrativa y recuerdan por qué el rock se volvió lengua generacional.
La recepción festivalera anticipó ese pulso: la cinta formó parte de la Selección Oficial del Festival Internacional de Cine de Guadalajara 2025, donde Emiliano Zurita obtuvo el premio a Mejor Interpretación por su papel de Justino, uno de los organizadores que, desde la sátira, guía el desorden épico de la trama. A través de sus ojos —y sus contradicciones—, la película pregunta qué queda de aquellos ideales y qué se transforma cuando el espectáculo se desborda.
Una de las apuestas más acertadas del filme es el personaje de Neto Valls, interpretado por Gabriel Angulo. Neto es el mánager del “Brujo”, el guitarrista incendiario cuyas furias y excesos exigen a alguien que arme el rompecabezas: resolver problemas, amortiguar egos, aguantar tormentas. Neto no es héroe ni villano: es la voz de la cordura que nadie escucha y, por eso mismo, provoca ternura y risa.
Gabriel Angulo —actor con formación teatral y presencia magnética— encuentra en Neto su primera gran comedia cinematográfica. Su propuesta nace de la precisión física y de la libertad instintiva: “el mero día del rodaje, con el corte de pelo, el vestuario y la energía del set, apareció todo: la voz, la actitud, la comedia”, ha dicho sobre su proceso. Esa espontaneidad se traslada a la pantalla: Angulo equilibra la ironía con la empatía, y convierte a Neto en un personaje entrañable que aporta ritmo y corazón al relato.
Más allá de la comicidad, la actuación de Angulo funciona como centro emocional del film: mientras la fiesta se desborda, Neto vela por la música y por la humanidad —por ese backstage que sostiene cualquier mito—. Con esta interpretación, Angulo se consolida como una promesa potente del cine nacional; su Neto Valls no se olvida fácil.
Cravioto reúne así un reparto donde destacan Alejandro Speitzer, Emiliano Zurita, Juan Pablo de Santiago, Ianis Guerrero, Luis Curiel y Enrique Arrizon; además de cameos que conectan generaciones, como Alex Fernández y Fran Hevia. La película es, en suma, una celebración del rock mexicano y una reflexión sobre sus consecuencias: el temor que generó Avándaro, las censuras que vinieron después y la manera en que la cultura popular se convierte en campo de batalla.
Si algo logra Autos, Mota y Rocanrol es revivir la pulsión colectiva sin caer en la épica ingenua: la película apuesta por la risa crítica, por la reconstrucción afectiva y por la música como acto de insubordinación. Al final, más que una reliquia, Avándaro aparece como una herida abierta y una isla de memoria donde todavía late el deseo de libertad que la juventud supo cantar —y que el cine vuelve a poner en primer plano.