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En tiempos de crisis económica, resurgen con fuerza discursos tradicionales y líderes autoritarios. ¿Por qué el miedo y la precariedad nos empujan hacia el pasado?

Hay algo curioso que pasa cuando el futuro deja de parecer brillante: la gente vuelve la mirada al pasado. No al pasado real, sino al imaginado. Ese donde las familias eran "como deben ser", donde los hombres tenían el control, donde los países eran "grandes", donde la vida —según el mito— era más simple y más estable. Ese pasado que se activa como consuelo en momentos de incertidumbre.

Estamos en una época que, aunque muchos nieguen nombrarla así, ya huele a recesión. La inflación no cede en gran parte del mundo, los trabajos son cada vez más precarios, y hasta lo que antes era básico —como alquilar, comer bien o tener hijos— se ha convertido en un lujo. En este contexto, no es casual que resurjan con fuerza ciertas ideologías conservadoras, incluso entre generaciones jóvenes que, en teoría, crecieron en entornos más abiertos y progresistas.

El fenómeno no es nuevo. A lo largo de la historia, cada vez que las estructuras económicas se tambalean, surge la necesidad de aferrarse a "lo conocido". Así como en la Alemania de entreguerras un líder carismático supo vender el nacionalismo como salvación tras el desastre económico, hoy figuras como Trump, Milei y otros tantos líderes juegan la misma carta: prometer orden, seguridad y prosperidad… a cambio de retroceder. A esto se suma que muchos de estos mandatarios utilizan la retórica de que van a dar específicamente lo que las personas necesitan para sentir esa seguridad: bajar la inflación, proteger al "pueblo", recuperar el control. Todo esto mediante una vuelta a los valores tradicionales y al nacionalismo, como también ocurrió con Hitler, que —mediante la ideología— vino a reconstruir un país sumamente dañado tras la Primera Guerra Mundial.

Lo que ofrecen son respuestas rápidas, empaquetadas como sentido común. Se presentan como quienes “sí entienden al ciudadano de a pie”, y prometen que con orden, disciplina y tradición todo volverá a estar en su lugar. Pero lo que realmente proponen no es progreso, sino control. No es justicia, sino nostalgia. Y lo hacen en un momento en el que millones de personas están tan agotadas, tan perdidas, que cualquier cosa que suene a dirección parece suficiente.

Pero este retroceso no siempre se ve como tal. Se disfraza de “nuevo orden”, de “sentido común”, de “volver a lo que funciona”. Los discursos se adaptan, se visten de memes y palabras cool. Las ideas de antaño regresan como si fueran rupturistas: la familia tradicional, los roles de género fijos, el nacionalismo a ultranza. Todo con el envoltorio de una supuesta rebeldía contra lo “woke”, lo “progre”, lo “débil”.

Lo alarmante es que esta ola conservadora no sólo se nutre del descontento, sino del vacío. La precariedad económica no solo deja bolsillos vacíos; deja también una sensación de desamparo, de no tener nada a lo que aferrarse. En ese vacío, el conservadurismo ofrece certezas: estructuras rígidas, jerarquías claras, enemigos visibles. Promete que si volvemos a “cómo eran las cosas antes”, todo se va a acomodar.

Y es tentador creerlo. Porque el miedo, la fatiga y la inseguridad económica no siempre abren la puerta al pensamiento crítico. Muchas veces hacen lo contrario: llevan al deseo urgente de estabilidad, aunque esa estabilidad implique renunciar a derechos, diversidad o libertad.

Por eso no sorprende que haya quienes abracen estos discursos sin cuestionarlos demasiado. Porque si la promesa es una vida más estable —con empleo, con pertenencia, con propósito—, ¿quién no querría eso en medio del caos?

Pero tampoco se trata de idealizar el otro lado. El progresismo institucional —ese que promete inclusión, equidad y justicia social desde el poder— tampoco ha sabido (ni querido) responder con eficacia. Muchas veces, tras las promesas de cambio estructural, lo que llega es más precariedad, más burocracia, más discursos vacíos que no transforman la vida cotidiana de nadie. El lenguaje inclusivo no paga la renta. Las políticas públicas tibias no frenan la desigualdad. Y en medio de esa frustración, el conservadurismo se vuelve una opción emocional más potente, aunque peligrosa.
Porque al final, de ambos lados, hay promesas rotas. Y cuando todo parece derrumbarse, el que grita más fuerte, el que ofrece soluciones más simples (aunque sean regresivas), tiene ventaja.

Pero no hay que olvidar que estos discursos ofrecen una nostalgia fabricada. Esa idea de que antes “todo era mejor” es una trampa que olvida (u oculta) a quién se le negaban derechos, quién no cabía en esa imagen de familia ideal, quién quedaba fuera del sueño nacionalista. Lo que proponen no es avanzar, sino congelar. Y lo hacen en nombre de los que hoy se sienten perdidos.

La tarea, entonces, es resistir la tentación de las soluciones fáciles. Entender que la estabilidad no tiene por qué ser sinónimo de obediencia ni de orden autoritario. Pero también dejar de idealizar discursos de progreso que no se traducen en mejoras reales. Tal vez el primer paso sea reconocer la complejidad del momento, sin caer en dogmas ni mitologías, sin negar el miedo, pero sin permitir que ese miedo decida por nosotros.

Porque si hay algo que la historia también nos ha enseñado, es que el precio de abrazar la nostalgia conservadora puede ser mucho más alto que el de enfrentar, con creatividad y valentía, el presente incierto.


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Imagen de portada: Istock