¿Habrá secuela de "Nausicaä del Valle del Viento"? Esto sabemos
AlterCultura
Por: Carolina De La Torre - 06/06/2025
Por: Carolina De La Torre - 06/06/2025
Hay películas que no solo cuentan historias, sino que parecen despertar un recuerdo que nunca vivimos, un anhelo que no sabíamos que habitaba en nosotros. Así son las obras de Hayao Miyazaki: más que ficciones animadas, son mapas secretos hacia lo que fuimos cuando aún podíamos ver dragones en las nubes y hablar con los árboles. Su cine no es evasión: es revelación.
Ahora, cuando creíamos que su última palabra había sido El chico y la garza, un nuevo susurro flota en el aire como bruma sobre un campo abandonado: ¿y si Miyazaki está trabajando en una secuela de Nausicaä del Valle del Viento? Un rumor muy incierto, casi etéreo, sin confirmación oficial, pero que revolotea con fuerza entre los fans, alimentando la esperanza —por más especulativa que sea— de tener un poco más de Miyazaki en nuestras vidas.
Hay algo profundamente simbólico en esta posibilidad. Nausicaä, esa princesa que camina entre la devastación con una ternura feroz, es mucho más que una heroína. Es una semilla que brota entre ruinas, un eco del vínculo quebrado entre el humano y la Tierra. En su mundo post-apocalíptico lleno de esporas venenosas y criaturas colosales, cada gesto suyo parece gritarle a la especie: aún podemos amar, aún podemos cuidar. Volver a ella, cuatro décadas después, no es solo una vuelta a un personaje, sino a una herida todavía abierta.
Según se vio en el documental 2399 Días con Ghibli y Miyazaki (2023), un boceto de Nausicaä en el escritorio del maestro avivó rumores de una posible secuela. Nada se ha confirmado, pero tratándose de Miyazaki —quien ha anunciado su retiro en otras ocasiones— todo rumor contiene una pizca de verdad y un puño de magia.
Porque Miyazaki no sabe detenerse. No porque no pueda, sino porque su creación está ligada a una necesidad espiritual. Él no hace cine: sueña y convoca. Sus películas son rituales en los que la infancia perdida, la naturaleza ultrajada y la guerra inevitable dialogan con una intensidad que nos arrastra sin remedio. Hay una obsesión evidente: la infancia como último refugio y también como fuente de poder. La naturaleza como fuerza autónoma que no necesita permiso para florecer ni para castigar. Y el vuelo: ese eterno anhelo de libertad, de elevación, de redención.
Volver a Nausicaä no es una simple decisión artística. Es un acto político. En un mundo más contaminado, más polarizado y más cínico que en 1984, traerla de vuelta es recordar que alguna vez soñamos con sanar el mundo, no con conquistarlo. Sería también un gesto de reconciliación entre la primera visión incompleta —limitada por los recursos técnicos de entonces— y la profundidad que el manga original sí alcanzó.
Pero, más allá de lo que se concrete, hay algo eterno en el cine de Miyazaki. Sus personajes no están hechos solo de líneas y color, sino de emociones que nos habitan. A veces la fantasía se siente más cercana que la realidad, no porque mienta, sino porque dice la verdad desde otro ángulo. Ver sus películas es como despertar de un sueño que no quieres olvidar, porque sabes que, aunque fue irreal, algo en él seguirá guiando tu vida despierto.
Quizá por eso sus mundos no se sienten ajenos, sino internos. No nos transportan: nos revelan. Nos devuelven a nosotros mismos, pero desde una versión que habíamos perdido entre el ruido del mundo adulto.
Si la secuela de Nausicaä llega a ser realidad, no será solo una continuación. Será una ofrenda. Un recordatorio de que la magia aún existe, aunque tengamos que mirar con los ojos cerrados para encontrarla.