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Ubicado en Chapultepec y con más de medio siglo de historia, el museo se levantó como un símbolo del proyecto nacionalista del siglo XX, entre modernización, pasado indígena y pedagogía esta

En una época donde el país buscaba reinventarse desde sus raíces, cuando el nacionalismo cultural era más que una postura ideológica: una herramienta de Estado, el Museo Nacional de Antropología se erigió como uno de los símbolos más poderosos de la nueva narrativa mexicana. No fue un edificio más. Fue un manifiesto.

La década de 1960 fue testigo de una operación identitaria profunda. Entre el recuerdo sangrante de la Revolución y el fervor por el desarrollo estabilizador, México apostaba por un rostro moderno sin renunciar a su linaje prehispánico. Bajo el mandato de Adolfo López Mateos, cuya administración apostó por una modernización institucional acompañada de una narrativa nacionalista cohesionada, se gestó uno de los proyectos culturales más ambiciosos del siglo XX.

El 17 de septiembre de 1964, el Museo Nacional de Antropología abrió sus puertas al público. Este proyecto, dirigido por el arquitecto Pedro Ramírez Vázquez, tomó forma en apenas 19 meses —tiempo récord que en sí mismo reflejaba la obsesión modernista del régimen: eficacia, monumentalidad, identidad.

Pero la historia del Museo Nacional de Antropología no empieza ahí. Su linaje se remonta a los primeros intentos del México independiente por definirse a sí mismo. En 1825, se fundó el Museo Nacional Mexicano, con el objetivo de reunir, clasificar y comprender lo que éramos como nación emergente. Un gesto de archivo que, aunque ilustrado, aún no poseía la carga simbólica del nacionalismo moderno. Esta visión comenzó a cambiar durante el Porfiriato: Porfirio Díaz impulsó una reinterpretación del pasado indígena como símbolo de un México glorioso, una especie de Roma mexica que pudiera enaltecer el presente. En este contexto, el Salón de Monolitos, inaugurado en 1887 en el Antiguo Palacio de la Calle de Moneda, no era una simple muestra arqueológica: era una vitrina imperial que usaba la monumentalidad del pasado para legitimar la modernidad autoritaria del régimen.

Con la revolución institucionalizada llegó la pedagogía. El indigenismo postrevolucionario transformó al indígena en sujeto de estudio, de protección y, a veces, de folclor. Fue entonces que se fundó el Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) en 1939, marcando un hito en la institucionalización del conocimiento sobre el pasado y los pueblos originarios. La antropología se volvió estatal. Y el museo, inevitablemente, también.

En este clima, la construcción del nuevo museo en Chapultepec fue mucho más que un traslado. Fue una declaración de principios. El Estado mexicano del siglo XX, orgulloso de sus megaproyectos y con una vocación pedagógica marcada, necesitaba un templo moderno donde las piedras hablaran. Donde el México milenario y el México presente pudieran ser curados, expuestos, contemplados.

No fue casual la elección del Bosque de Chapultepec, ni la monumentalidad de sus 70 mil metros cuadrados. El museo debía imponer, conmover, educar. La gran sombrilla del patio central —esa estructura icónica que parece desafiar la gravedad— funciona como metáfora de todo el proyecto: un árbol moderno que da cobijo al conocimiento ancestral. Cada sala, cada piedra, cada palabra curada en sus muros habla de una tensión: entre lo que fuimos, lo que somos, y lo que el Estado deseaba que creyéramos ser.

El museo también fue resultado de una operación logística y simbólica sin precedentes. Se trasladaron piezas de todo el país: la Piedra del Sol, la Coatlicue, la Tízoc. Ídolos despojados de su sacralidad original para adquirir otra: la de lo museable, lo patrimonial. El indígena fue estetizado. Su cosmovisión, museificada. Su presente, muchas veces silenciado frente al rugido de su pasado monumental.

Sin embargo, el museo no fue solo mausoleo. Fue también un laboratorio de saber. La integración de obras plásticas de artistas contemporáneos, la arquitectura inspirada en templos antiguos pero ejecutada con tecnología moderna, revelan una voluntad de sincretismo. Un intento —fallido o no— de reconciliar tiempo y territorio, tradición y modernidad.

En 2025, el museo fue reconocido con el Premio Princesa de Asturias de la Concordia, no solo por su acervo, sino por su papel en la promoción del entendimiento intercultural y el diálogo entre saberes originarios y académicos. Como todo gran símbolo nacional, el museo no ha dejado de transformarse, y su legado continúa generando preguntas: ¿a quién representa?, ¿quién decide qué se muestra?, ¿y qué silencios carga todavía entre sus vitrinas?

Hoy, el Museo Nacional de Antropología sigue siendo un espejo. Uno en el que México se mira para recordar, para imaginar, para olvidar también. Es un archivo vivo que encierra tanto las luces del conocimiento como las sombras de la representación. Su historia, como la del país que lo construyó, es compleja, contradictoria, profundamente simbólica.

Porque al final, el museo no solo guarda piedras. Guarda ideas. Y como todo dispositivo de poder cultural, lo que muestra y lo que oculta son igualmente reveladores.

Así, al caminar entre sus salas, bajo la sombra imposible de su sombrilla central, no caminamos solo entre vitrinas. Caminamos entre capas de memoria, de discurso, de nación.


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Imagen de portada: Museo Nacional de Antropología