Micromegas: el coloso cósmico de Voltaire que ridiculizó a la humanidad
Libros
Por: Carolina De La Torre - 06/02/2025
Por: Carolina De La Torre - 06/02/2025
En un rincón del universo, donde el tiempo no corre, sino que flota como bruma en los cuerpos celestes, hubo una vez un viajero. No un viajero común, sino uno cuyo pensamiento era tan vasto como su cuerpo: ciento veinte mil pies de altura, habitante de Sirio, lector de naturalezas más que de libros. Su nombre era Micromegas. Y su curiosidad lo arrastró hasta este pequeño grano de arena al que llamamos Tierra.
Voltaire, con su pluma afilada y alma de cometa, escribió esta historia en 1752. Pero lo que parece una fantasía de ciencia ficción es en realidad un espejo torcido —y por eso más verdadero— del alma humana. Micromegas no es sólo un cuento: es una bofetada envuelta en seda, una burla cósmica dirigida a quienes, desde su barro, se creen hechos de sol.
Porque al llegar a la Tierra, el coloso y su compañero saturniano apenas pueden percibirnos. No por la distancia, sino por la insignificancia. Y cuando por fin logran comunicarse con un grupo de filósofos humanos, se topan con esa vieja y tierna ilusión: la de creernos el centro del todo. Uno de ellos, orgulloso, se atreve a decir:
"Todo había sido creado para el hombre"
Y los gigantes no pueden hacer otra cosa que reír. Una risa no burlona, sino conmovedora, como quien observa a una hormiga convencida de ser emperatriz.
Pero Voltaire no se detiene ahí. Con una elegancia punzante, deja caer otro juicio, esta vez dirigido a la violencia sin sentido de nuestra especie:
¿Sabéis, por ejemplo, que a estas horas, cien mil locos de nuestra especie, que llevan sombrero, están matando a otros cien mil animales que llevan turbante, o muriendo a sus manos?
Y el eco de esa frase sigue sonando, tres siglos después, como una campana fúnebre que nadie quiere escuchar.
Trátase, dijo el filósofo, de unos pedacillos de tierra tamaños como vuestro pié, y no porque ni uno de los millones de hombres que pierden la vida solicite un terron siquiera de dicho pedazo; que se trata de saber si ha de pertenecer á cierto hombre que llaman Sultan, ó á otro que apellidan César, no sé por qué. Ninguno de los dos ha visto ni verá nunca el rinconcillo de tierra que está en litigio; ni ménos casi ninguno de los animales que recíprocamente se asesinan ha visto tampoco al animal por quien asesina.
Y ahí está, desnudo y grotesco, el motor que mueve la historia de los humanos: la guerra. Esa maquinaria absurda y sangrante que ha dictado los pulsos del tiempo como si fueran compases de una ópera trágica escrita por ciegos. Voltaire la mira con la ironía de un dios cansado y la ridiculiza sin levantar la voz, mostrándonos que los hombres no matan por hambre, ni por amor, sino por símbolos vacíos, por nombres de fantasmas:
Sultán, César, nación. Las batallas no se libran por la tierra que se pisa, sino por la idea de posesión que flota en la cabeza de alguien que jamás la pisará. Como si el mapa, no el cuerpo, fuera sagrado. Como si derramar sangre ajena fuera el precio legítimo para defender un delirio compartido. Voltaire nos desnuda sin compasión, y lo hace con la elegancia de quien se apiada sin perder la mordacidad.
Además de la crítica, lo fascinante es que, en medio de la sátira, Voltaire se permite adelantarse al futuro. Menciona, por ejemplo, las lunas de Marte —Fobos y Deimos— cuando aún no habían sido descubiertas (eso no sucedería hasta 1877). En una época en la que muchos aún creían que el universo giraba en torno a ellos, él escribía sobre sistemas solares, sobre gravitación, sobre el infinito como si lo hubiera visitado. Una intuición sideral, disfrazada de ficción:
Micromegas mencionó casualmente que el planeta Marte tiene dos lunas. Él vio claramente que la Tierra tiene la suya y que Venus no tiene ninguna.
Pero lo más hiriente —y más bello— de este relato no son sus cifras, ni sus anticipaciones, sino su poesía brutal. Porque en ese encuentro entre lo colosal y lo diminuto, Voltaire nos recuerda que nuestra inteligencia no nos exime de la ridiculez. Que el saber no es sabiduría si no viene acompañado de humildad. Que a veces, sólo un ser que nos mira desde otra estrella puede vernos con claridad.
Micromegas no vino a destruirnos. Vino a escucharnos. Y al hacerlo, descubrió algo más alarmante que nuestra pequeñez: esa convicción ciega de ser el pulso del universo. Como si la gravedad nos orbitara a nosotros. Como si el tiempo se doblara para contemplar nuestros logros. Una arrogancia densa como atmósfera, que respiramos desde la cuna. Pero en el eco sutil de su despedida, Voltaire deja caer la sentencia más demoledora, no como castigo, sino como espejo:
"No tenéis ni idea de lo que decís."
Y tal vez esa sea la única verdad compartida entre galaxias. Que somos criaturas minúsculas, atrapadas en nuestras propias ficciones de gloria, dibujando mapas donde siempre estamos al centro, como si el cosmos necesitara nuestra aprobación para existir.
Tal vez, si algún día el universo vuelve a tocarnos el hombro, no pregunte por nuestras hazañas ni nuestras ruinas. Quizá solo se incline, escuche nuestras certezas... y se aleje en silencio. No por desprecio, sino por compasión. Porque en este rincón del cosmos, la especie más ruidosa también es la más perdida. Y su fe en la importancia es solo otra forma de no mirar al abismo.