Elisabetta y Artemisia, dos pinceles que incendiaron el arte barroco
Arte
Por: Yael Zárate Quezada - 06/10/2025
Por: Yael Zárate Quezada - 06/10/2025
En Europa, el Barroco fue un estilo de pintura pero también una emoción hecha imagen que se proyecta en el dramatismo. Era la época en que el arte hablaba de poder, fe y deseo pero siempre desde la mirada masculina. Las mujeres, si aparecían, eran musas, vírgenes, pecadoras o mártires. Sujetas a la representación y a la inspiración, pero jamás protagonistas.
Sin embargo, incluso en esa oscuridad, hubo mujeres que con un pincel reclamaron voz y cuerpo en un mundo diseñado para silenciarlas. Si bien, la historia no las reconoció, pero tampoco logró borrarlas. Dos de esos nombres son Elisabetta Sirani y Artemisia Gentileschi, artistas que no solo dominaron la técnica de su tiempo, sino que convirtieron su arte en una forma de resistencia.
Bolonia, 1638. En una ciudad que ya había sido hogar de mujeres cultas como Lavinia Fontana, nació Elisabetta Sirani. Hija de un reconocido pintor y discípulo de Guido Reni, creció rodeada de pinceles, pigmentos y expectativas. Pero Elisabetta no fue solo una niña talentosa, sino una joven que tomó ese talento y lo convirtió en poder.
A los quince años ya asombraba a nobles y embajadores que la veían pintar. A los diecisiete, firmaba su primer gran encargo para una congregación en Parma. Era veloz, precisa y visionaria.
Pero ese brillo, como suele ocurrir, despertó celos. Decían que sus obras eran en realidad de su padre, o que otras manos pintaban por ella. Su respuesta fue simple: firmar con orgullo, grande y claro.
En 1662, a los 24 años, hizo lo que no se había hecho antes, fundó una escuela de arte exclusiva para mujeres. No para enseñarles a bordar flores o copiar retratos bonitos, sino para que aprendieran anatomía, perspectiva, pintura histórica. Para que pintaran grandes cuadros, no solo naturalezas muertas. Su academia fue la primera institución europea dirigida por una mujer para formar artistas femeninas. Una locura para su tiempo.
Murió tres años después, con apenas 27, víctima de una úlcera o, según rumores, envenenada por una criada. Su muerte paralizó Bolonia. Pero su legado no murió con ella.
Roma, 1593. Artemisia Gentileschi aprendió el arte en el taller de su padre, Orazio, uno de los seguidores de Caravaggio. Fue testigo del claroscuro no solo como técnica pictórica, sino como destino. Su madre murió pronto, y ella, siendo adolescente, no solo cuidaba a sus hermanos: también pintaba.
Pero como hemos dicho, el mundo del arte era masculino, cerrado, lleno de cerrojos. Orazio llevó a su hija a que aprendiera sobre pintura con Agostino Tassi, un pintor reconocido. Él la violó. Ella lo denunció. Fue juzgada, interrogada con tortura, cuestionada más que el agresor.
“Cerró la habitación con llave y una vez cerrada me lanzó sobre un lado de la cama dándome con una mano en el pecho, me metió una rodilla entre los muslos para que no pudiera cerrarlos, y alzándome las ropas, que le costó mucho hacerlo, me metió una mano con un pañuelo en la garganta y boca para que no pudiera gritar y habiendo hecho esto metió las dos rodillas entre mis piernas y apuntando con su miembro a mi naturaleza comenzó a empujar y lo metió dentro. Y le arañé la cara y le tiré de los pelos y antes de que pusiera dentro de mí el miembro, se lo agarré y le arranqué un trozo de carne”. Son sus declaraciones en un juicio posterior.
Y aun así, siguió pintando. Firmó su primera obra a los 17 años: Susana y los viejos, una escena bíblica que se transforma en un retrato desgarrador del acoso. Años después, crearía su obra más famosa: Judith decapitando a Holofernes, una explosión de violencia pictórica, venganza simbólica, redención. Algunos dicen que el rostro del decapitado tiene los rasgos de Tassi.
Artemisia no debe verse como una víctima pintando su dolor, sino como una artista usando su furia como paleta. Viajó, trabajó en Florencia, Venecia, Nápoles y Londres. Fue admirada, ignorada, olvidada. Se perdió su rastro en la peste de 1656, porque a nadie le importó buscar el cadáver de una pintora.
La historia las quiso convertir en excepciones, pero Elisabetta Sirani y Artemisia Gentileschi no fueron la aguja en el pajar, eran la consecuencia de un sistema que decaía sin que siquiera lo imaginara. Prueba de que el arte cuando surge de la lucha arde con más fuerza.
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