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Murió un 24 de junio, pero Rufino Tamayo nunca se fue. Su legado trasciende el muralismo militante para hablarnos desde el símbolo, el color y el alma prehispánica que aún habita sus sandías y cielos eternos.

Hay artistas que gritan, que pintan con el puño cerrado, con la historia en la frente y la rabia como pincel. Y hay otros que susurran. Que ven al mundo de reojo y deciden retratarlo desde el corazón de una sandía abierta o la silueta de una mujer flotando entre planetas. Rufino Tamayo fue de estos últimos.

Un 24 de junio, como hoy pero de 1991, el pintor oaxaqueño cerró los ojos al mundo, pero dejó abiertos todos sus colores. Nació en 1899, con el siglo aún gateando, y lo acompañó a crecer con una paleta que rechazó la propaganda, pero no el país; que esquivó los discursos, pero no la identidad.

Tamayo no quiso ser Rivera, ni Orozco, ni Siqueiros. No pintó obreros levantando puños ni escenas del mestizaje como epopeya nacional. Él prefirió el símbolo. La fruta. El fuego. La mujer. El universo. El silencio. En una época donde todo debía tener un mensaje claro y militante, Tamayo eligió hablar con el lenguaje de los sueños: ambiguo, hipnótico, visceral. Una revolución menos estruendosa, pero igual de radical.

Sandías, Rufino Tamayo, (1977)

Aprendió en la Academia de San Carlos y se curtió copiando piezas prehispánicas en el Museo Nacional. Más que inspiración, encontró un espejo: la geometría de lo originario, los colores del maíz, el rojo ancestral. En eso basó su estilo: una síntesis entre lo moderno europeo —Cézanne, Matisse, Picasso— y el México profundo, el México antes del grito.

En sus manos, el bodegón dejó de ser naturaleza muerta para convertirse en metáfora viva. Nadie ha pintado sandías como él. No eran frutas, eran portales. soles rotos, máscaras dulces. A veces parecían tener más alma que los retratos. Y eso decía algo.

Luna y Sol, Rufino Tamayo (1990)

Exiliado voluntario del muralismo ideológico, Tamayo también dejó su marca en paredes: más de veinte murales en México y el mundo. Pero incluso ahí fue fiel a sí mismo. En Dualidad, por ejemplo, no contó una historia: puso a Quetzalcóatl y Tezcatlipoca en tensión simbólica, un mito de lucha que no necesita palabras. En El fuego creador, donado a la ONU, habló de fraternidad sin lenguaje político.

El mundo lo entendió, quizás más que su propio país. Vivió en Nueva York casi veinte años, expuso en el MoMA, el Guggenheim, en Europa, en Asia. Audrey Hepburn le compró un retrato. Un Tamayo fue hallado en la basura de Nueva York en 2003. Su nombre, sin querer, se volvió leyenda de subasta. Pero él nunca dejó de mirar hacia Oaxaca.

 Mujer de Tehuantepec, Rufino Tamayo, (1939)

Rufino Tamayo fue muchas cosas: pintor, escultor, grabador, maestro, rebelde silencioso. Fundó museos, como el que lleva su nombre en Chapultepec, donde aún se respira su idea de que el arte debe conmover, no convencer. En su legado no hay dogmas, hay sensaciones. Colores que huelen a tierra y a noche. Figuras que parecen bailar sobre la tela. Voces que no se escuchan, pero se sienten.

Hoy, que se cumplen años de su muerte, no lo recordamos con homenajes rígidos ni con placas de bronce. Lo recordamos viendo una sandía y sabiendo que ahí, adentro, hay algo más. Algo que no se puede decir, pero sí pintar.

Porque eso fue Tamayo: el que supo que a veces el arte no tiene que gritar para hacerse eterno. Solo basta con mirar hondo, pintar con el alma y callar cuando el color lo dice todo.

Perro luna, Rufino Tamayo, (1973)

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Imagen de portada: CultiVarte