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Millones de cuentas falsas influyen en lo que creemos real: desde guerras hasta escándalos virales. En la era del algoritmo, la democracia se enfrenta a su amenaza más silenciosa.

Hay algo profundamente perturbador en saber que la opinión pública ya no nos pertenece. Que cada tuit, cada trending topic, cada “sentir colectivo” puede ser, en realidad, el susurro sincronizado de una horda de fantasmas digitales. Bots. Miles. Millones. Una plaga invisible que, sin rostro ni pausa, infiltra nuestras certezas, corrompe las dudas, manipula los miedos.

La democracia, ese delicado acuerdo de ficción compartida, nunca fue tan vulnerable. No por la fuerza de los ejércitos, sino por la persistencia de las máquinas.

Ya no se trata de si el gobierno planeó o no un fraude financiero; el escándalo ya no necesita pruebas. Lo real y lo legal han dejado de coincidir. El columnista Matt Levine, con ironía quirúrgica, lo dijo sin anestesia: “Pump and Dumps Are Legal Now” (Ahora es legal bombear y tirar gasolina). Lo que antes era delito —inflar artificialmente el valor de una acción para luego vaciarla— hoy es espectáculo. Mientras haya entusiasmo, aunque sea un espejismo, no hay crimen.

Pero, ¿de dónde viene ese entusiasmo? Chatterflow, un servicio que rastrea emociones digitales, señala que detrás de muchos de estos picos virales están los no-humanos. Cuentas falsas. Bots que inflan burbujas, repiten consignas, aplauden al unísono y luego desaparecen. Como un enjambre entrenado para sembrar euforia o destrucción, según convenga.

En los archivos del caos financiero, como en los de la geopolítica, la firma es la misma. Desde las corridas bancarias hasta las guerras culturales, los bots ya no sólo manipulan el mercado: moldean la memoria. Son los nuevos guionistas del relato colectivo. Cada crisis —una acción que sube sin razón, un escándalo de celebridades, o una guerra narrada en blanco y negro— lleva su eco sintético.

La guerra en Gaza, por ejemplo, no solo se peleó con armas, sino también en X, en TikTok, en Instagram. La batalla se filtró en hashtags y se disfrazó de clip viral. Las emociones fueron traducidas a idioma de algoritmo, y cada región recibió su propio guión. Mientras algunos lloraban mártires, otros celebraban libertadores. A veces eran las mismas cuentas, solo cambiaban el disfraz.

Jacki Alexander, directora ejecutiva de HonestReporting, lo dijo sin rodeos: “Los menores de 30 años ya no usan Google.” ¿Para qué buscar, si TikTok e Instagram ya traen la respuesta lista? “No requiere ningún tipo de pensamiento crítico, pero de alguna manera resulta más auténtico. Sientes que tomas tus propias decisiones al elegir qué videos ver, pero en realidad te alimentan con propaganda creada para distorsionar tu punto de vista”. La ilusión de autonomía, fabricada con precisión quirúrgica.

El gran crimen de esta era no es el fraude, sino la ilusión. Que creemos que lo que vemos es real. Que las 418 cuentas que generaron 3 millones de vistas en dos horas eran personas. Que el odio viral contra una actriz, o la súbita idolatría por un político, vienen del pueblo. Cuando, en realidad, son una tormenta perfectamente orquestada por quien tiene los recursos, los motivos y los teclados suficientes.

Las granjas de bots han vuelto obsoletas las métricas. Ya no importan las estrellas de una película, las reseñas de un restaurante o los “me gusta” en un discurso. Todo puede ser fabricado. Todo puede ser aniquilado con igual eficiencia.

Y mientras los gobiernos y medios tradicionales intentan defenderse, también caen en la tentación de usar las mismas armas. Israel, por ejemplo, utilizó cuentas falsas para impulsar su narrativa ante legisladores estadounidenses. No se trata de quién miente más o menos: se trata de quién grita más fuerte en esta guerra por el volumen.

Vivimos en la era del astroturfing (práctica engañosa de presentar una campaña de marketing o de relaciones públicas orquestada bajo la apariencia)  emocional. Un tiempo en el que la opinión popular ya no crece como pasto natural, sino como césped plástico, perfectamente recortado por diseñadores de percepción. Creadores de realidad artificial.

La paradoja es brutal: mientras más voces hay, menos claridad obtenemos. Y cada “tendencia” que nos emociona, cada indignación que compartimos, podría ser tan real como una sombra en la pared.

No hay manera de saber cuántas de nuestras opiniones fueron nuestras. Cuántas fueron sembradas, repetidas, amplificadas. Lo único claro es que el debate público ya no lo lidera el ciudadano, sino el código.

Y mientras eso sucede, las plataformas que deberían poner orden sueltan el timón. Elon Musk despidió a los equipos que combatían la desinformación en Twitter. Meta desmonta poco a poco la verificación de hechos. YouTube borra funciones diseñadas para frenar noticias falsas. No porque no sepan lo que pasa, sino porque ya no les importa.

Tal vez ya no discutimos entre humanos. Tal vez nos grita una máquina con voz dulce, que conoce nuestras grietas mejor que nosotros mismos.Tal vez, en el fondo, ya no opinamos: solo reaccionamos, y el algoritmo, satisfecho, nos observa repetir.


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Imagen de portada: IONOS