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Hubo un tiempo en que parecer enferma era la moda. La tuberculosis se convirtió en sinónimo de genio, sensibilidad y una belleza etérea al borde de la muerte.

Hay épocas en que la muerte no llega con estruendo, sino con glamour, vestida de encaje blanco y mejillas encendidas por la fiebre. En el siglo XIX, la muerte era la amante más deseada y la tuberculosis su firma. Le decían la "enfermedad romántica", como si besar la agonía fuera un acto de amor. Y de alguna forma, lo era. Morir lentamente era, por extraño que suene, la aspiración estética de muchas mujeres. Consumirse era el ideal. Evaporarse como niebla.

La tisis, como la llamaban entonces, no solo invadió los cuerpos, también infectó la mirada colectiva. Se volvió sinónimo de gracia, de pureza trágica, de belleza celestial. Y lo más terrible: se volvió moda.

Charlotte Brontë, al borde del duelo por la muerte de Emily y Anne, escribió en su diario: "La tisis, soy consciente, es una enfermedad halagadora". Una frase que dice mucho más de lo que parece. En una época donde ser mujer era una performance para los ojos de los otros, la tisis ofrecía la palidez, la fragilidad, la languidez exacta que el deseo masculino codificaba como virtud.

Marie Duplessis —la cortesana que inspiró La dama de las camelias— fue uno de esos íconos consuntivos. Su rostro, marcado por la enfermedad, era una especie de altar de la feminidad trágica. Fantine en Los Miserables y Katerina Ivanova en Crimen y castigo siguieron esa línea: mujeres quebradas, vulnerables, pero también redimidas y hermosas en su dolor. El sufrimiento les daba una forma de gracia. La estética del martirio.

En pinturas victorianas abundan las figuras femeninas recostadas en camas de lino, con la piel traslúcida como el velo de una novia fantasma. Pájaros, lirios, ángeles: toda la imaginería celestial se volcó sobre estas mujeres condenadas, como si el cuerpo que se apaga fuera más digno de poesía que el cuerpo que resiste.

Y el arte lo selló: la muerte era bella si era blanca.

«Mis hijos», Abbott H. Thayer

La tuberculosis mataba a una de cada cuatro personas en Europa a mediados del siglo XIX. Pero en vez de horrorizar, su imagen se convirtió en el molde de la feminidad deseable. La piel pálida —sin sol ni salud—, los ojos hundidos, las mejillas enrojecidas por la fiebre, los labios resecos. No solo se aceptaban estos rasgos: se imitaban. Se veneraban.

Las mujeres de clase alta comenzaron a empolvarse el rostro con plomo, a ingerir obleas de arsénico, a bañarse en amoníaco. El objetivo era parecer enfermas. Estar cerca de la muerte sin morir del todo. Ser etéreas, incorpóreas, irrelevantes para la acción y perfectas para la contemplación. Una muñeca de porcelana al borde de romperse.

El escote se volvió moda para lucir clavículas marcadas, como si el cuerpo pidiera auxilio en silencio. El corsé no solo moldeaba: asfixiaba. Entre menos respirabas, más femenina parecías. La belleza era una forma de autoaniquilación bien vista.

La tuberculosis terminó de sellar este ideal. La piel pálida, la fiebre, los ojos brillantes se convirtieron en sinónimo de sensibilidad, de genialidad. La mujer frágil era la más artística, la más “elevada”. Camille en La dama de las camelias, Violetta en La Traviata, Mimì en La Bohème: todas bellas, todas enfermas, todas muriendo lentamente para ser amadas.

Lo femenino quedó asociado a la languidez, al sacrificio. La belleza no era poder: era padecimiento.
Y aunque ya no tomamos arsénico, el ideal sigue entre nosotras. Solo cambió de forma.

Esa estética de la muerte no se extinguió con el siglo. Solo se transformó. En los años noventa, regresó con otro nombre: heroin chic. Las pasarelas y campañas publicitarias glorificaron de nuevo la delgadez extrema, las ojeras profundas, la mirada perdida. Kate Moss, frágil y ajena al mundo, se convirtió en el nuevo ícono. La tuberculosis ya no era la causa, pero el resultado era el mismo: cuerpos translúcidos, vaciados, casi fantasmas. Una estética postindustrial del desgaste.

El canon ya no necesitaba la enfermedad para justificar su ideal: bastaba con la imagen. El mensaje seguía siendo el mismo: ser mujer es ser lo menos posible. Comer lo menos posible. Ocupar lo menos posible. Habitar el cuerpo como quien se disculpa por tenerlo.

Y como un eco de aquel romanticismo mórbido, el cine de Tim Burton nos devolvió esas figuras consuntivas. Sus personajes, parecen salidos de un grabado victoriano: piel de cera, ojos enormes, muerte como aura. Incluso animadas, siguen siendo espectros de aquel ideal estético. Es como si el imaginario romántico jamás hubiera muerto del todo, solo cambiara de disfraz.

Así, la tuberculosis no solo fue una enfermedad. Fue una musa. Una profecía estética que aún palpita en las sombras de los escaparates, en los filtros de Instagram, en los cuerpos que se exigen desaparición para encajar.

Porque tal vez lo más siniestro no fue que morir fuera bello. Lo más siniestro es que aún lo es.


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Imagen de portada: Fotografía de una chica enferma de tuberculosis, por Henry Peach Robinson