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Gracias a un fenómeno llamado neotenia, el ajolote conserva sus rasgos juveniles durante toda su vida sin dejar de reproducirse ni regenerarse. Una anomalía biológica que ha capturado la atención de la ciencia, la cultura y el imaginario colectivo

En el mundo natural, crecer suele ser una imposición. Nacer, transformarse, madurar y envejecer. Pero el ajolote, ese anfibio endémico de los antiguos lagos del Valle de México, rompió el pacto. Mientras otros cambian de forma para adaptarse al paso del tiempo, él se queda. No por torpeza evolutiva, sino por una decisión biológica: mantener su cuerpo joven, incluso al llegar a la adultez.

Esta condición se llama neotenia, y en pocas palabras, significa conservar rasgos juveniles toda la vida. En los ajolotes, eso se traduce en branquias externas, una cola para nadar y una piel suave, como la de una larva recién nacida. Pero lo verdaderamente extraordinario es que, dentro de ese cuerpo “inmaduro”, ya puede reproducirse. Es decir, el ajolote alcanza la madurez sexual sin abandonar su forma juvenil. Un adulto que se rehúsa a parecerlo.

A diferencia de otras salamandras, que completan su metamorfosis y adoptan una vida terrestre, el ajolote vive siempre en el agua, en un presente biológico que no se mueve hacia adelante. Esto ocurre porque su cuerpo no produce suficiente tiroxina, la hormona responsable de activar ese cambio. El resultado es una criatura suspendida en el tiempo: funcional, fértil, pero eternamente joven.

Este estado no es un error. Es una estrategia. La neotenia ha sido una ventaja evolutiva en los ecosistemas estables donde habitaban originalmente, como los canales y humedales del lago Xochimilco. Al evitar la transformación, el ajolote se adapta mejor al medio acuático y conserva una estructura que le permite habilidades que pocos animales tienen: puede regenerar sus extremidades, su médula espinal, partes del corazón y hasta fragmentos de su cerebro.

No es casualidad que los científicos lo estudien con fascinación. En laboratorios de todo el mundo, el ajolote es observado de cerca como una posible pista para entender la regeneración celular en humanos. En tiempos donde la medicina busca formas de reparar lo irreparable, este anfibio mexicano parece tener algunas de las respuestas.

Más allá de la ciencia, hay algo profundamente simbólico en su biología. En un mundo que premia el crecimiento lineal —de la niñez a la adultez, de la promesa al cumplimiento—, el ajolote plantea una alternativa: ¿y si no fuera necesario cambiar del todo? ¿Y si ciertas formas de inmadurez fueran, en realidad, adaptaciones más inteligentes?

Hoy, las poblaciones silvestres de ajolotes están al borde de la extinción. La contaminación, la urbanización y las especies invasoras han reducido drásticamente su hábitat. Pero su imagen persiste: como emblema de resistencia, como animal de poder, como símbolo de lo que se niega a envejecer. Desde la tradición mexica, ya se le atribuían cualidades mágicas, mientras que en la actualidad su imagen se ha vuelto icónica: aparece en caricaturas, murales, playeras. Pero detrás de su ternura hay algo más profundo. El ajolote es una anomalía que pone en duda nuestra idea de madurez. Mientras el resto del mundo corre hacia la adultez, él permanece. Como si el cambio no fuera una obligación, sino una opción.


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Imagen de portada: Acuario intercativo de Cancún