«Trilogía de Koker»: las tres joyas de Abbas Kiarostami que transformaron el cine desde un pueblo iraní
Arte
Por: Carolina De La Torre - 06/30/2025
Por: Carolina De La Torre - 06/30/2025
Hay caminos que no conducen a un destino, sino a una comprensión. Así es el zigzag que recorre la Trilogía de Koker del maestro iraní Abbas Kiarostami. Tres películas que, sin proponérselo abiertamente, forman una constelación fílmica tan íntima como universal, tan sencilla como radical. No es una trilogía al uso: no hay continuidad argumental lineal, no hay personajes que regresan con nombres ni tramas que se atan con moños. Lo que hay es otra cosa: un gesto que se repite con variaciones, una mirada que se transforma, un eco que reverbera.
Kiarostami no construyó una trilogía; la vida la fue tejiendo por él.
Todo inicia en un pequeño pueblo del norte de Irán llamado Koker, donde los muros son de barro y las puertas se pintan de azul. Ahí sembró Kiarostami las semillas de un cine que se mira a sí mismo y, en ese reflejo, encuentra al otro. No hay pretensión, sólo una búsqueda delicada, tenaz, por lo esencial: la moral infantil, la dignidad bajo las ruinas, el deseo que no encuentra respuesta. Tres películas que dialogan entre sí como si fueran espejos, o quizá como las capas de un sueño que nunca termina de despertarse.
Un niño cruza aldeas en busca de su compañero de escuela para devolverle un cuaderno que, de no entregarse, podría significar su expulsión. La premisa es mínima, casi invisible. Pero en esa marcha sencilla se dibuja un mapa moral más profundo que mil tratados de ética. Aquí, la infancia no es ternura sino responsabilidad. Los adultos aparecen desdibujados, repetitivos, encerrados en sí mismos. El niño, en cambio, corre: entre escaleras, puertas cerradas y árboles torcidos, como si su corazón llevara un código que el mundo ha olvidado.
Un terremoto real sacude Irán. El director de cine —un doble de Kiarostami— viaja con su hijo por las mismas rutas que su pequeño protagonista recorrió en la cinta anterior. Busca saber si los niños-actor siguen vivos. Pero esa búsqueda, como toda buena búsqueda, se transforma. No se trata ya de encontrar al otro, sino de entender cómo el cine dialoga con la vida cuando esta se ha fracturado. Mientras los escombros aún huelen a polvo y pérdida, la gente reconstruye su casa, su cama, su jardín. La tragedia no se dramatiza: se observa. Como si el dolor no necesitara más que silencio para hacerse eterno.
Ahora el foco se desplaza otra vez: vemos el rodaje de una escena de Y la vida continúa, y a los actores, que son y no son sus personajes. Hossein, un joven albañil que interpreta un papel en la película, aprovecha cada toma para cortejar a Tahereh, la actriz que lo ignora con estoica firmeza. El cine se vuelve vida y la vida, cine. ¿Dónde empieza uno y termina el otro? El rodaje se convierte en una danza absurda, repetitiva y profundamente humana. La última escena —dos figuras diminutas en la lejanía, caminando entre los olivos— es uno de los planos más conmovedores y misteriosos del cine contemporáneo. No hay diálogo, no hay certeza. Sólo la posibilidad de que algo haya cambiado, o no.
La trilogía de Koker es un archivo: cada película escribe sobre la anterior sin borrar del todo lo escrito. Hay hilos invisibles que las cosen:
Kiarostami nos recuerda que el cine puede no tener explosiones ni finales cerrados, y aún así —o precisamente por eso— dejarte devastado. Que una puerta azul puede ser una herida. Que un niño corriendo puede ser el inicio de una revolución íntima.
Y que, como el título lo sugiere, la vida —y el cine— continúan. Aunque no sepamos exactamente hacia dónde. Aunque, tal vez, no importe.