"Mujer de alto valor": valor, rendimiento y amor en venta
Sociedad
Por: Carolina De La Torre - 05/05/2025
Por: Carolina De La Torre - 05/05/2025
Hay palabras que suenan como caricia, pero esconden grilletes bajo la seda. “Mujer de alto valor” parece un elogio, un reconocimiento… hasta que lo miras con cuidado y te das cuenta de que es otra caja, otro molde. Uno brillante y que parece posicionarte en un altar, sí. Pero molde al fin.
Hoy no lo dice la abuela, ni lo dicta el sacerdote, ni lo susurra la vecina en misa. Hoy lo dice TikTok, lo dictan las influencers de voz suave y los podcasts con micrófonos de condensador, mientras desde su estilo de vida aspiracional, su palabra se vuelve en el nuevo evangelizador. Lo dice una generación que cree estar trazando nuevas rutas, cuando en realidad están retornando a prisa a un pasado cuyo suelo está minado.
Ser “de alto valor” se pinta a boca de estas influencers como la cúspide del empoderamiento e “inteligencia” femenina. Pero si desmenuzas la narrativa, si le quitas el moño rosa, la cursiva motivacional y el supuesto final de telenovela, lo que queda es un guion reciclado: sé deseable, pero recatada; bonita, pero no vulgar; profesional, pero sin descuidar la cena. Sé independiente, pero que no se note tanto. Porque si él se siente menos, entonces tú vales menos, ten hijos, pero que tu cuerpo no cambie, y al final del día, que no falte la lencería.
Este discurso no sólo es injusto. Es agotador. Para todos. Reduce al hombre a proveedor sin alma, sin espacio para el error, la ternura o el colapso. Y reduce a la mujer, una vez más, a su capacidad de brillar como objeto que sólo vale si es siempre hegemónicamente bello y deseable. Una joya, sí, pero dentro de una caja fuerte. Apreciada, pero nunca libre.
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Lo irónico es que incluso cuando una mujer decide empoderarse desde lo económico —trabajar, producir, ganar su dinero—, eso no la exime de las otras cargas. Porque el sistema, tan moderno en apariencia, aún le cuelga al cuello el peso de lo doméstico. A nivel global, las mujeres realizan más del 75% del trabajo no remunerado, según la ONU. Eso incluye el cuidado de hijos, la limpieza, la gestión del hogar, la organización emocional de la familia. Trabajan doble jornada: una visible y otra oculta. Y si no lo hacen, son juzgadas. Porque aún ganando dinero, a muchas se les sigue exigiendo que cocinen, que planchen, que decoren y críen, sin descanso ni queja. Como si el empoderamiento sólo valiera si no incomoda a nadie.
Sin embargo, es posible que justamente desde esa contradicción —en la que aún haciendo “todo bien” el juicio y la exigencia no cesan— haya nacido la idea de la “mujer de alto valor” como una respuesta estética y conductual a ese agotamiento estructural. Como una especie de intento por tomar el control, por diseñar una versión de sí misma que encaje en el molde y aun así conserve cierto poder. Pero el problema no es querer cuidarse, tener metas o desarrollar habilidades; el problema es que incluso esa narrativa, que pretende empoderar, lo hace desde la lógica del mercado: vales si rindes, si luces, si encajas. Si no, te descartan.
Y el amor, ese sentimiento cargado de magia, se reduce a la lógica del mercado, deja de ser amor. Se convierte en trámite, en estrategia, en contrato disfrazado de romance. Unir tu vida a la de alguien más ya no se trata de deseo ni de complicidad, sino de conveniencia, de venderse al mejor postor, lo económico reina e impera, y el vínculo se reduce a un intercambio de beneficios. El amor se vuelve un plástico reluciente de apariencias que sólo pueden vestir quienes ostentan el "valor" suficiente para entrar en ese juego: el valor del rendimiento, de la estética, del éxito. Pero bajo ese plástico, a menudo, habita el resentimiento. El vacío. Porque cuando amar se vuelve transacción, nadie gana del todo: ni quien es elegido por sus méritos, ni quien elige para no quedarse por mero sustento. Todos terminan vestidos de algo que no abriga.
No obstante, en medio de todo esto hay algo que también hay que decir con firmeza: elegir el hogar o la maternidad no es indigno. Elegir cuidar, cocinar, lejos de una oficina tampoco es traición al feminismo ni símbolo de “poca ambición”. Lo que está podrido no es el acto, sino la imposición. El problema no es amar el cuidado, sino que ese cuidado nunca haya contado y siempre se considere invisible. Que si decides habitar ese lugar, la sociedad entera te grite “mantenida”, “interesada”, “carga”. Como si el mundo pudiera girar sin esas valiosas actividades.
Lo dañino no es la mujer que disfruta del hogar, ni la que prefiere hacer dinero desde una oficina o cualquier otro lado. Lo dañino es que haya un manual de qué es una mujer valiosa. Que si no produces, no luces, no rindes, si decides ser dueña de tu vida y cuerpo, entonces te etiqueten como “bajo valor”, como si se tratara de fichas en un juego de mesa patriarcal, en el que una mujer, sea como sea, haga lo que haga, nunca es tratada como un ser humano con alma y deseos propios.
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La verdad es que no hay fórmula. No hay maqueta. No debería existir ese modelo de “mujer completa” que se vende como ideal en redes sociales o en el imaginario tradicional. Esa mujer de los años 50 que cocinaba en crinolina y saludaba con sonrisa perfecta mientras su mundo interior colapsaba en silencio por el vacío y soledad que la atormentaba… esa mujer no era libre y tampoco lo era el hombre de corbata impecable que llegaba del trabajo, con los hombros llenos de frustraciones sin nombre y problemas que cargaba en soledad, pues desde la absurdez, su esposa, aquella compañera "perfecta" a la que proveía de todo, no era para él más que un robot servil sin alma y criterio, a quien, según él no podía confiarle sus asuntos. Aquello no funcionó, pero pareciera que nos empeñamos en recrearlo o no soltarlo, solo que esta vez en HD y con filtros de belleza, cargados de un simbolismo aspiracional.
Y como respuesta a ese nuevo molde brillante llamado “mujer de alto valor”, aparece el otro lado de la moneda: los gurús de lo masculino. Hombres que, desde sus trincheras digitales, aseguran tener la receta para que “no los pisoteen”, para “recuperar su poder” o “evitar ser usados”. Pero lo que comienza como una búsqueda legítima de autoestima, termina convertido en un discurso de revancha y odio, donde el amor se transforma en guerra de géneros y cada quien afila sus armas para sobrevivir en un campo de batalla que nadie pidió. Se deja de construir puentes, y se empiezan a levantar trincheras. El resentimiento se disfraza de sabiduría, y la empatía desaparece entre estrategias, podcasts y frases motivacionales que enseñan a desconfiar, a manipular, a huir antes de ser herido. Al final, ambos extremos se retroalimentan y refuerzan una idea tóxica: que el otro es el enemigo.
Este discurso —que pretende ser moderno— termina siendo una trampa vieja con nuevos hashtags. Habla de amor, pero promueve el intercambio. Habla de libertad, pero exige rendimiento. Habla de valor, pero pone etiquetas. No hay una sola forma de ser mujer, ni de amar, ni de construir. El verdadero valor está en poder elegir sin que te miren como aberración o trofeo. Sin que te llamen “oro” solo para después fundirse si no rindes como esperan. No somos inversiones emocionales, ni activos con retorno.