*

Mientras el país presume de ser patriarcal, son ellas quienes crían, administran, educan y sostienen. Invisibles en el discurso, pero imprescindibles en la vida cotidiana, las madres mexicanas gobiernan desde lo íntimo un país que aún no se atreve a reconocerlas como sujetas de poder

En el altar de la historia mexicana, la madre ha sido elevada como figura divina, pero también como símbolo silenciado. Entre los pliegues de la identidad nacional, se oculta una verdad incómoda: México, país que se proclama de hombres, ha sido tejido en silencio por las manos de mujeres. El rostro viril que presume autoridad es apenas una máscara; detrás, late la sangre y el esfuerzo de matriarcas ocultas, de madres que han llevado el peso del mundo sin gloria ni descanso.

La genealogía de esta maternidad simbólica empieza mucho antes de la Virgen. En las culturas originarias, la madre no era una sirvienta del destino, sino su artífice. La diosa Coatlicue, madre de Huitzilopochtli, devoradora y dadora de vida, representaba a la Tierra misma en su ciclo de fertilidad y muerte. Tonantzin, “nuestra madre venerada”, reinaba como un principio cósmico, no como un rol doméstico. Era madre de todos, dioses y hombres, flora y guerra. En esa cosmogonía, la maternidad era un acto de poder.

 Coatlicue, madre de Huitzilopochtli

Pero llegó la espada y la cruz, y con ellas la transfiguración: Tonantzin fue velada bajo el manto azul de la Virgen de Guadalupe. Como lo señala Bernete, en La resistencia de la Diosa la Virgen de Guadalupe como formación de compromiso (2016), este sincretismo no fue inocente, sino una estrategia política-religiosa para absorber las estructuras indígenas al aparato colonial. La madre cósmica fue reducida a madre espiritual; la dadora de guerra, convertida en intercesora dócil. se convirtió entonces en madre santa, pero también madre política, figura que une lo sagrado y lo nacional.

Y así llegamos a un México que canta a su madre y la maldice con la misma boca. El marianismo, esa versión latinoamericana del machismo que adora a la mujer como Virgen mientras la subyuga en la práctica, ha idealizado a la madre hasta volverla imposible. Como apunta Octavio Paz en El laberinto de la soledad (1950), la figura de "La Chingada" encarna a la madre violada, mancillada por la Conquista, mientras la madre Virgen es inmaculada e inalcanzable. La mujer real, entonces, es rehén de esa dicotomía cruel: o santa o puta, o madre sacrificada o madre fallida.

Pero esta devoción encubre otra verdad. Aunque el padre se presume cabeza del hogar, en muchos hogares mexicanos reina el llamado matriarcado funcional: mujeres que sostienen, crían, deciden, negocian, y en la ausencia del hombre —por migración, por abandono, por desinterés— dirigen la familia como una nave en tormenta. Roque, citado por Prat, en Los sentidos de la vida.

La construcción del sujeto, modelos del yo e identidad (2007), lo expresa así al observar comunidades rurales: "la ausencia de los hombres daba lugar, de facto, a un matriarcado funcional". Un matriarcado sin trono, sin laureles, sin nombre. Mujeres que no mandan desde el poder simbólico, sino desde la sobrevivencia.

Este contraste entre la madre exaltada y la mujer oprimida no es sólo simbólico. Según datos del INEGI (2021), más del 70% de las mujeres mexicanas han experimentado algún tipo de violencia. La madre que se celebra con flores cada 10 de mayo vive, muchas veces, bajo el yugo del control, la explotación emocional, o el abuso económico. Se le venera públicamente mientras se le desprotege en lo íntimo. La maternidad no es elección sino mandato, y cuestionarla se vuelve un acto de traición cultural.

«Madre proletaria», David Alfaro Siqueiros (1931)

En este espejo roto que es México, la figura materna refleja tanto lo sublime como lo trágico. Es la Virgen que acoge y la Coatlicue que devora; es el símbolo de unidad y también el blanco de la violencia. Y sobre todo, es la que carga un país que no ha aprendido a reconocerla más allá de sus mitos.

¿Hasta cuándo seguirá el país repitiendo el estribillo del amor eterno a la madre, mientras la obliga a sacrificarse en silencio? Quizás el problema no está solo en el silencio, sino en la ceguera: en no reconocer que, en la mayoría de los hogares mexicanos, son las madres quienes llevan la batuta. Son ellas quienes organizan el tiempo, quienes administran el dinero, quienes cocinan y sostienen, quienes marcan la pauta emocional del hogar. Son maestras sin título, terapeutas improvisadas, economistas del día a día.

En una sociedad que se presume patriarcal, son las madres quienes realmente gobiernan lo íntimo: deciden qué se come, cuándo se duerme, cómo se cría, y muchas veces, incluso, cómo se ama. No solo organizan el hogar; lo habitan emocionalmente. Tienen un rol activo en la vida psíquica de sus hijos, en la administración del tiempo y del afecto. Son la brújula afectiva que guía incluso en la tempestad. En la mayoría de los hogares mexicanos, el vínculo con la madre no solo es más cercano, sino más cotidiano, más envolvente, más definitivo. La última palabra, aunque no siempre se reconozca en voz alta, la suele tener ella.

Y quizá ahí radica la gran paradoja mexicana: mientras afuera se alza al padre como figura de autoridad, adentro, es la madre quien traza la ruta, quien lleva el timón de la familia. No es mártir ni musa: es persona, mujer, humana, muchas veces agotada, y sin embargo activa, presente, determinante. Tal vez cuando dejemos de mirar a las madres como monumentos al sacrificio y comencemos a verlas como las personas complejas, autónomas y potentes que son, México dejará de caminar sobre sus espaldas para, por fin, caminar junto a ellas.


También en Pijama Surf: ¿Por qué el Día de las Madres se celebra el 10 de mayo en México?


Imagen de portada: «Madre», Joaquín Sorolla (1895)