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Mucho antes de que la humanidad pisara la Luna, un greco sirio del siglo II ya había parido hombres por la pantorrilla y guerreado entre planetas. Historia verdadera no es historia ni es verdad, pero quizá por eso sea más reveladora que cualquier crónica

Hay relatos que se escriben con la tinta invisible del tiempo, adelantándose como profecías disfrazadas de parodia. Luciano de Samósata, ese escritor sirio, de lengua griega en el  siglo II, imaginó un barco perdido en el mar que termina por elevarse hacia el cielo, no guiado por tecnología ni por oráculo, sino por una tormenta poética —como si el propio universo quisiera burlarse de los hombres que lo narran.

Su Historia verdadera no es ni historia ni verdadera. Y sin embargo, lo es todo.

El gesto inaugural de la obra es ya un acto de subversión: Luciano confiesa que mentirá con descaro, harto de historiadores que juraban haber visto monstruos, islas imposibles y pueblos que sudaban miel por los pies. A esos cronistas de lo improbable les dedica una carcajada elegante, y escribe un relato donde la mentira se abraza como arte y se ofrece como espejo. En sus propias palabras: “nada verdadero contiene este relato”.

Y así, con esa ironía como brújula, su nave zarpa y se eleva —literalmente— hacia lo imposible.

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Un viaje que cruza océanos, estrellas, zodíacos, y que nos planta, sin anestesia, en la Luna. Allí donde, siglos antes de que la humanidad pisara su superficie, Luciano sembró una alegoría delirante:

“Por siete días y otras tantas noches viajamos por el aire, y al octavo divisamos un gran país en el aire, como una isla, luminoso, redondo y resplandeciente de luz en abundancia. Nos dirigimos a él y, tras anclar, desembarcamos, y observando descubrimos que la región se hallaba habitada y cultivada... Vimos también otro país abajo, con ciudades, ríos, mares, bosques y montañas, y dedujimos que era la Tierra"

Esta Luna no es la que miramos en silencio desde la Tierra, sino una sociedad con reglas propias, criaturas nacidas de la metáfora y una arquitectura existencial que se escapa de toda lógica humana. Allí, los hombres paren, no desde el vientre, sino desde la pantorrilla, y la palabra “mujer” ha sido borrada del idioma:

“Hasta los veinticinco años actúan como esposas y, a partir de esa edad, como maridos. Y no quedan embarazados en el vientre, sino en la pantorrilla. A partir de la concepción, comienza a engordar la pierna; transcurrido el tiempo, dan un corte y extraen el feto muerto, pero lo exponen al viento con la boca abierta y le hacen vivir.” 

¿Ficción? ¿Burla? ¿O una visión incómoda sobre la forma en que construimos género, poder y ciencia? Porque Luciano no describe sólo lo imposible, sino lo impensable. Y en ello radica su potencia: no se limita a anticipar un viaje espacial, sino que subvierte las estructuras sobre las que todavía hoy nos sostenemos. Su Luna es espejo y crítica. Y su viaje, más que escapatoria, es una forma de mostrar cuán absurda puede llegar a ser la supuesta “verdad”.

Más adelante, la nave cruza el cielo y se topa con el Zodíaco, la Estrella de la Mañana, centauros de nube y guerras interplanetarias que parecen sacadas de un cómic contemporáneo, pero que fueron escritas cuando el mundo aún se creía plano:

“En la travesía cruzamos muchos otros países y nos detuvimos en la Estrella de la Mañana, recién colonizada; desembarcamos y nos aprovisionamos de agua. Tras penetrar en el Zodíaco, avanzamos con el Sol a babor, bordeando sus tierras... Al vernos los nublocentauros, mercenarios de Faetonte, sobrevolaron la nave y, al comprobar que nos amparaba el tratado, se retiraron.” 

Como si en sus líneas se hubiera infiltrado el inconsciente colectivo del futuro. Luciano escribió lo imposible para ridiculizar lo improbable que otros llamaban historia. Pero en su sátira hay una pregunta que nos atraviesa todavía: ¿qué es más ridículo, un hombre que pare por la pantorrilla o un cronista que jura haber visto sirenas sin pestañear?

Por eso Historia verdadera no es sólo un delirio barroco o una broma larga. Es, según muchos estudiosos, la primera obra de ciencia ficción de la historia. No porque Luciano creyera en naves o galaxias, sino porque comprendió algo esencial: imaginar futuros imposibles es también una forma de cuestionar el presente. Su relato planta una semilla que siglos después germinaría en obras de  Voltaire, Verne o Asimov. Un linaje de pensadores y fabuladores que entendieron que detrás de cada fantasía hay una crítica —y detrás de cada crítica, una utopía aún por inventarse.

Luciano escribió ciencia ficción antes de que existiera la ciencia. Lo hizo con la agudeza de quien sabe que todo conocimiento parte del asombro... y del atrevimiento de mirar hacia arriba y decir: ¿Y si allá también vivieran ellos, con sus reglas, con sus mitologías, con sus propios absurdos?


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Imagen de portada: La caída de Icaro, Alberto Durero, 1493