Los Tres Amigos: Cuarón, Iñárritu y Del Toro, una hermandad que transformó el cine
AlterCultura
Por: Carolina De La Torre - 05/04/2025
Por: Carolina De La Torre - 05/04/2025
En el eco largo del celuloide, hay voces que no se apagan. Voces que no solo filman, sino que respiran entre cortes, sombras y ficciones. Guillermo del Toro, Alfonso Cuarón y Alejandro González Iñárritu no son simplemente tres cineastas mexicanos; son una constelación que aprendió a parirse mutuamente en la penumbra de una industria que pocas veces voltea al sur sin exotismo.
Se conocieron en la penumbra de los años ochenta, en los pasillos de una serie olvidada por muchos –La hora marcada (1988)–, pero que, como los cuentos de la infancia, dejó marcas invisibles. Del Toro era el demiurgo de los monstruos y Cuarón escribía como quien palpa el alma con una pluma mojada en café amargo. Este proyecto también contó con la participación del director de fotografía Emmanuel "El Chivo" Lubezki, quien posteriormente presentó a ambos con Iñárritu.
Fue ahí donde empezó el conjuro: un vínculo que no necesitó pactos ni firmas, solo sensibilidad. Años después, cuando Iñárritu buscaba ordenar el caos emocional de Amores perros (2000), fue Del Toro quien le enseñó a montar no solo escenas, sino silencios. Y cuando Cuarón se perdió entre distopías y niños sin futuro, fue Iñárritu quien le tendió el mapa emocional de Niños del hombre. No eran simples colegas; eran brújulas en medio del abismo.
El cine de los "Tres Amigos" no es solo un cúmulo de grandes ideas personales, sino una red de apoyo donde el uno se convierte en el catalizador del otro, donde la ayuda mutua no se mide en favores, sino en la creación misma. Como si sus almas se fusionaran cada vez que uno de ellos caía en la incertidumbre del proceso creativo, se daban la mano sin dudarlo.
Y no se quedaron en la palabra: fundaron juntos Cha Cha Chá Films, una productora con nombre de grasejo, pero visión quirúrgica. Apoyaron proyectos como Rudo y Cursi, apostando por el cine mexicano más allá de sus propias egolatrías. No hubo envidia: hubo simbiosis.
En los Oscar del 2007, Hollywood se rindió ante ellos. Tres películas. Tres visiones. Tres heridas abiertas: El laberinto del fauno, Babel, Niños del hombre. El alma del cine, muchas veces, se escribe en español y se fragua con nostalgia, rabia y ternura mexicana.
Pero más allá de los premios, lo que los hace leyenda es ese vínculo íntimo, casi fraterno, donde el ego se diluye en la admiración. Se consultan como chamanes, se critican como amantes exigentes y se celebran como hermanos. Del Toro ha dicho que son “como una familia”. Cuarón confiesa que no toma decisiones sin ellos. E Iñárritu —más callado— responde con planos largos y latidos en cámara.
Hay algo profundamente político en su alianza. En una industria que suele individualizar el genio, ellos apostaron por el compañerismo. En un tiempo donde todo se monetiza, ellos se aferran al arte como acto de resistencia. Y en un país que muchas veces margina la sensibilidad, ellos convirtieron esa herida en potencia creativa.
Tres visiones. Tres obsesiones. Tres formas de nombrar la pérdida. Cuentan historias de seres mágicos, astronautas sin hogar, migrantes sin idioma. Pero sobre todo, nos recuerdan que hay otra forma de habitar el cine: con el alma expuesta, la imaginación como refugio y los afectos como trinchera.
Y si alguna vez dudamos de que el cine pueda cambiar el mundo, bastará con verlos a ellos: tres amigos que filmaron la posibilidad de una amistad radical, creativa, luminosa.