Las abejas no vuelan: danzan la arquitectura de lo invisible
Magia y Metafísica
Por: Carolina De La Torre - 05/21/2025
Por: Carolina De La Torre - 05/21/2025
Las abejas no vuelan: se suspenden entre los hilos invisibles de un lenguaje que el humano ya olvidó. Se elevan no con alas, sino con propósito. No hay individualidad en su vuelo, sino un pacto tácito con lo eterno. Una coreografía dictada no por instinto, sino por las constelaciones que parpadean cuando cerramos los ojos.
La colmena no es una casa: es un templo. Un canto cristalizado donde cada hexágono vibra con la memoria del cosmos. Rudolf Steiner —ese místico que supo escuchar lo que la ciencia ignora— decía que esa celda perfecta, de seis lados, no sólo encierra a la larva: la moldea, la educa, la forma desde dentro. “Aunque la larva esté completamente aislada, esa celda hexagonal tiene fuerzas en sí misma […] La larva recibe estas formas en su cuerpo, y luego, al recordarlas, construye una celda similar. Lo que hace la abeja externamente está en su entorno.”
Y es que la geometría, en manos de la abeja, deja de ser matemática: se vuelve memoria celular, fuerza formativa, arquitectura del alma. ¿No es acaso una especie de karma dulce el que las impulsa a repetir, sin saberlo, la morada que una vez las cobijó?
Cada panal es una sinfonía sólida. No deja espacio inútil, no desperdicia luz ni sombra. Es eficiencia, sí, pero también es devoción. Un diseño donde la vida se arremolina como oro líquido y el tiempo se fermenta en miel. La abeja, al renunciar a sí misma, crea eternidad colectiva.
Y sin embargo, nosotros —los que alardeamos de conciencia— domesticamos, explotamos, olvidamos. Forzamos su alquimia. Robamos su néctar sin comprender el ritual. Enjaulamos su danza y comercializamos su ofrenda. ¿Cuántas veces más extraeremos miel sin recordar su origen sagrado?
Steiner lo advirtió: las abejas viven en un estado de conciencia que apenas intuimos. Son un modelo de comunidad, de sacrificio sin sometimiento, de amor sublimado. Ellas ya viven en el futuro espiritual que nosotros apenas balbuceamos.
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La colmena, entonces, no es sólo una estructura: es una alegoría. Un espejo de lo que podríamos ser si recordáramos cómo habitar juntos sin devorarnos. Si entendiéramos que la forma —esa hexagonalidad precisa— también forma el espíritu.
Las abejas no necesitan salvación. Somos nosotros quienes necesitamos volver a escucharlas. A leer su vuelo como quien lee los surcos de una palma. A entender que no hay revolución sin dulzura, ni futuro sin comunión.
Porque quizás —solo quizás— el secreto del universo no está escrito en números ni en fórmulas. Quizás está escrito en miel. Y nos negamos a probarlo.