*

Mientras el poder imponía miedo y orden, una juventud cansada de fingir obediencia reinventó la rebeldía; entre rock, poesía y cuerpos libres, la contracultura mexicana encendió una chispa que aún arde en las fisuras del país

Hay épocas que no se cuentan, se escupen. Años que no se archivan, se resisten. México, entre los sesenta y setenta, era una olla a presión disfrazada de vitrina, un país que presumía cifras y progreso mientras enterraba estudiantes en la noche. El llamado “Milagro Mexicano” vendía al mundo una imagen de estabilidad económica, pero el fondo era una coreografía orquestada por un poder que no toleraba disonancias. El PRI, ese partido con rostro de Estado, gobernaba como si el país le perteneciera; todo se negociaba menos el silencio. Díaz Ordaz, encarnaba la promesa autoritaria de orden. Luego vino Echeverría, disfrazado de apertura, pero con los mismos colmillos.

Mientras el discurso oficial hablaba de modernidad, la juventud comenzaba a oler el humo de las grietas. Ya no bastaba con obedecer. No bastaba con estudiar, con repetir, y resistir en silencio. Comenzó entonces a brotar, como hierba entre las piedras, un deseo profundo de desobediencia. No solo contra el Estado, también contra los padres, las escuelas, la Iglesia, el uniforme. Contra la idea de que ser mexicano significaba agachar la cabeza y dar las gracias.

La contracultura no fue una copia del hippismo californiano ni del Mayo francés. Fue una mutación, una fiebre local. No solo se trataba de fumar marihuana o escuchar rock. Era otra cosa: una forma de existir al margen del mandato oficial. Las azoteas se volvieron trincheras. Las tocadas clandestinas, rituales. Las revistas artesanales y panfletos fotocopiados, un nuevo evangelio. En las facultades, los cafés y las casas ocupadas por comunas, se cocinaba una revolución sin fusiles, pero con LSD, cabellos largos, poesía subversiva y cuerpos que se querían sin culpa.

Tlatelolco fue el corte brutal. El 2 de octubre de 1968 no solo asesinaron a estudiantes; intentaron asesinar el futuro. El crimen no fue solo el de las balas, sino el del miedo sembrado. La Plaza de las Tres Culturas se tiñó de sangre y de traición. La respuesta del gobierno fue negarlo todo, disfrazar la masacre de “acción defensiva” y seguir sonriendo en los noticieros. El país, mientras tanto, empezaba a fracturarse por dentro. Y en medio del luto, creció una necesidad feroz de romper la narrativa.

Pero el aparato era implacable. El Halconazo del 10 de junio de 1971 –ya con Echeverría prometiendo una “apertura democrática”– mostró que las reglas del juego no habían cambiado. Jóvenes golpeados, asesinados, desaparecidos. En nombre de la paz. En nombre del orden.

El cine, la literatura, el arte comenzaron a funcionar como espejos rotos. Canoa de Felipe Cazals (1976) no solo es una obra maestra, es un grito contenido de la realidad que se gestaba. Basada en hechos reales, la cinta cuenta la historia de unos jóvenes linchados por “comunistas” en un pueblo manipulado por un cura es un símbolo del país: una tierra donde el miedo, cuando es alimentado por el poder e ignorancia, se vuelve crimen. El cine dejó de ser entretenimiento para convertirse en testimonio, en exorcismo, en memoria.

Pero no todo era rabia. La contracultura también era deseo. Era piel. Era el cuerpo como territorio liberado. El amor libre no era una consigna, era una práctica de resistencia. En un país donde el catolicismo moralista dictaba las reglas del deseo y el Estado vigilaba hasta los besos, los jóvenes eligieron desobedecer con el cuerpo. Bailar era también protestar. Amar sin culpa, un desafío. El goce era político.

Dentro de esta contracultura mexicana nacieron olas distintivas, corrientes que no se dejaban nombrar fácilmente. Como los jipitecas, que no copiaban, transmutaban. No sólo eran hippies tropicalizados, eran espíritus errantes que mezclaban el incienso de idiosincrasia, con la mariguana olor a rebeldía. Hijos bastardos de oriente e indígenas urbanos, tejían su rebelión con collares de chaquira y misticismo. A su lado vibraba La Onda, una generación literaria y musical que escribía con las tripas, que metía al español en la licuadora del rock, modismos y la rabia.Y la música… esa no solo se escuchaba, se vivía en carne viva.

El Festival de Avándaro, celebradro entre el 11 y 12 de septiembre de 1971, fue el clímax y la condena: un Woodstock con lodo, flores y censura. El gobierno lo leyó como amenaza, no como canto. Después llegaron los chavos banda, los punks, tribus que no pedían nada, solo espacio para gritar. El eco de esa contracultura todavía retumba: en la calle, en las letras, en los grafitis, en las luchas que no se rinden. José Agustín lo escribió con lucidez profética: la contracultura no fue moda, fue un espejo roto que nos sigue mostrando las fisuras del país. Y en cada fragmento, una flor que se niega a marchitar.

Los medios, fieles al régimen, comenzaron a ladrar: “vagos”, “pervertidos”, “comunistas”, “satánicos”. No entendían –o no querían entender– la diferencia entre una guitarra y una molotov. Para ellos, todo lo que no se alineara era subversión. Y lo subversivo, debía desaparecer.

Y sin embargo, las flores crecían. En las esquinas. En los libros. En los festivales fallidos. Aunque reprimida, la contracultura no desapareció. Se volvió semilla. Germinó en el punk, en el arte callejero, en el cine independiente, en los movimientos estudiantiles que vendrían después.

Hoy, esa semilla sigue viva. En cada colectivo que grafitea consignas sobre los muros. En cada marcha que transforma la rabia en canto. En cada adolescente que escribe su historia sin permiso. México sigue siendo un país que castiga la diferencia, pero también uno donde las flores nunca han dejado de brotar.


Tambien en Pijama Surf: Estas fotos capturan lo más salvaje, psicodélico y sexy del movimiento hippie

Imagen de portada: MXC