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Podría parecer que la línea es delgada, pero no por ello es menos clara: la defensa de la democracia implica, a veces, decir "no" porque justamente si todo es aceptable, entonces nada lo es realmente

La libertad de expresión es uno de los pilares de toda sociedad democrática. Nos permite disentir, debatir y construir futuros distintos. Pero, ¿qué ocurre cuando ese mismo derecho se convierte en el escudo de quienes promueven el odio? ¿Hay algo perverso en tolerar al intolerante?

El filósofo Karl Popper lo advirtió: La tolerancia ilimitada debe conducir a la desaparición de la tolerancia. Su argumento, planteado en el libro La sociedad abierta y sus enemigos, no es un llamado a la censura automática, sino una reflexión profunda sobre los límites de lo que una sociedad abierta puede permitir si quiere seguir siéndolo. 

La frase dice así:

“La tolerancia ilimitada debe conducir a la desaparición de la tolerancia. Si extendemos la tolerancia ilimitada aun a aquellos que son intolerantes; si no nos hallamos preparados para defender una sociedad tolerante contra las tropelías de los intolerantes, el resultado será la destrucción de los tolerantes y, junto con ellos, de la tolerancia”. 

Esta reflexión parece no perder vigencia a pesar de que pasen los años, pues por poner un ejemplo, hace unos días en la plaza pública más emblemática de la Ciudad de México y aun del país, el Zócalo capitalino, jóvenes con vestimenta nazi hicieron una aparición. Y no se trató de una puesta en escena satírica ni de una exploración histórica, portaban banderas con esvásticas, replicaban saludos fascistas y difundían mensajes de odio en pleno corazón del país. Poco después, en televisión nacional, comenzaron a circular anuncios abiertamente anti inmigrantes pagados por el gobierno de los EStados Unidos que, lejos de buscar soluciones reales, apelan al miedo, al prejuicio y a la deshumanización del otro.  

Estos episodios distan mucho de ser aislados o anecdóticos. Son síntomas de una confusión que versa sobre la creencia de que ser tolerante implica aceptarlo todo, pero esa no es la idea de la tolerancia per se. Popper afirmaba que la tolerancia tiene un límite, y ese límite es la violencia. No necesariamente la física —aunque también—, sino aquella que, a través del discurso, siembra el germen de la exclusión, del fanatismo y, eventualmente, del autoritarismo.

Entonces, ¿quién decide qué se tolera y qué no? ¿Corremos el riesgo de caer en la censura ideológica o en una nueva forma de represión? Popper tenía una respuesta para eso y era que mientras las ideas puedan debatirse, contrarrestarse con argumentos y educación, deben permitirse. Pero cuando esas ideas niegan la posibilidad misma del debate, cuando incitan al odio o a la violencia, se descalifican a sí mismas como parte legítima de una sociedad plural. 

En otras palabras, los discursos de odio no pueden ni deben ser tolerados en aras de la libertad de expresión, cuando justamente, las ideologías que alimentan esos discursos –y viceversa– no apelan a la pluralidad de pensamiento ni a otras formas de concebir al mundo. No se trata de instaurar una inquisición moderna que castigue todo lo que incomode, sino de entender que la tolerancia no puede ser ingenua. La libertad sin responsabilidad no es libertad sino podría interpretarse como permisividad disfrazada. 

Podría parecer que la línea es delgada, pero no por ello es menos clara. La defensa de la democracia implica, a veces, decir no porque justamente si todo es aceptable, entonces nada lo es realmente.  


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Imagen de portada: Karl Popper / David Levenson