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«El idiota» de Georges Lampin: ¿qué tan fiel es esta adaptación francesa a la novela de Dostoievski?

Arte

Por: Carolina De La Torre - 05/30/2025

Estrenada en 1946, L’Idiot ofrece una lectura emocional del clásico ruso, con Gérard Philipe como protagonista y un enfoque visual que sustituye la filosofía por el drama íntimo.

L’Idiot (1946), la adaptación francesa de Georges Lampin basada en la novela homónima de Dostoievski, merece más visibilidad,  No por su perfección —no la tiene—, sino por su osadía: intentar capturar la pureza de un alma buena en un mundo podrido.

La historia del príncipe Mychkine, el hombre “demasiado bueno para este mundo”, muta al pasar por el lente de Lampin. Aunque el guion se mantiene fiel en espíritu a la novela rusa, no puede  abarcar toda su arquitectura psicológica y existencial. Se escoge el corazón sobre el abismo: el triángulo amoroso entre Mychkine, Nastassia y Rogojine se convierte en el núcleo del drama, dejando a un lado muchas de las aristas filosóficas y personajes secundarios que, en la obra original, construyen el abismo.

La Rusia zarista se desdibuja suavemente en esta versión, y aunque quedan huellas en los nombres y tensiones, lo que vemos es una suerte de sueño francés teñido de fatalismo ruso.

Rodada en 1946, en un contexto donde Europa aún sangraba en silencio, L’Idiot no se limita a reproducir una historia literaria: ofrece una lectura emocional y cinematográfica de lo que significa ser un "inocente" en medio de la descomposición moral. El director Georges Lampin —actor y cineasta de origen ruso— entrega aquí su ópera prima, y aunque su carrera posterior no alcanzó grandes cimas, esta adaptación demuestra una sensibilidad para los matices del alma herida.

La película se sostiene gracias a la interpretación luminosa de Gérard Philipe como Mychkine, que logra conjugar ternura, desconcierto y dignidad sin caer en la caricatura. Edwige Feuillère, como Nastassia, aporta una fuerza devastadora: es fuego y ceniza al mismo tiempo. El drama se despliega con economía y tensión, como si todo estuviera a punto de quebrarse… o de salvarse.

La belleza como escenografía del alma

La película es, ante todo, un artefacto estético. La escenografía de Léon Barsacq —arquitecto de atmósferas como Les Enfants du paradis y La beauté du diable— no es un simple decorado, sino una prolongación del alma de los personajes: espacios que contienen deseo, ruina y esperanza. Su trazo convierte los escenarios en laberintos emocionales, donde los gestos dicen más que las palabras.

La música de Maurice Thiriet, por su parte, no acompaña: susurra. En ella hay una nostalgia líquida, a medio camino entre el romanticismo melancólico y una modernidad herida. Thiriet, quien también firmaría himnos y partituras para ballets y óperas, logra aquí que cada nota sea un eco de lo que se pierde al amar sin defensa.

¿Fue comprendida?

La crítica no la celebró pero tampoco la condenó. L’Idiot quedó suspendida en un limbo: demasiado literaria para el cine, demasiado libre para los puristas. No ganó premios, pero se mantuvo como una rareza digna, una pieza de cámara que prefería susurrar. Hay que verla sin ansias de totalidad, como quien encuentra una carta perdida entre las páginas de un libro.

Lampin no adapta todo Dostoievski. Pero hay algo esencial que logra preservar: esa sensación de que lo humano, cuando se muestra en su forma más vulnerable, puede ser a la vez insoportablemente bello y trágicamente ingenuo. El Mychkine de Gérard Philipe no piensa con los libros: ama con los ojos abiertos, y eso es su condena.


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Imagen de portada: Gérard Philipe en «El idiota» de Georges Lampin, (1946)