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Fue robado en 1988 y hallado en 2025 por accidente, pero su regreso revive el mito. La familia espera verlo de nuevo en Père Lachaise, donde Morrison sigue sonando como un fantasma suave que nunca se fue.

En el cementerio de Père Lachaise, donde duermen poetas, cantantes y espectros, hay una tumba que nunca ha podido descansar del todo. La del “rey lagarto”. Allí donde Jim Morrison fue sepultado en 1971, no con un himno sino con silencio, con una lápida que ha sido tantas veces más altar que sepulcro. Ahí, hace apenas unos días, regresó un viejo ausente: su busto.

Robado en 1988, encontrado en 2025. Treinta y siete años de ausencia, como si el mármol hubiera tenido que viajar por el inframundo antes de volver a su sitio. Fue hallado por accidente durante una investigación por fraude y corrupción financiera, sin relación directa con el robo original. La policía aún no ha revelado sospechosos, pero el hallazgo ha sido recibido con entusiasmo por los seguidores del cantante, como si el tiempo se hubiera detenido sólo para devolverles una parte de su mito.

El busto, esculpido por el artista croata Mladen Mikulin en 1981, había sido colocado por los fans como símbolo y vigía. Una especie de testigo mudo que vigilaba el paso del tiempo sobre la leyenda. No era solo piedra: era mirada fija en el más allá, era un eco visual del espíritu indomable de Morrison.

Un representante del patrimonio de Jim Morrison expresó a Rolling Stone su satisfacción por la recuperación de esta “pieza de historia”, señalando que la familia espera que pronto regrese a su lugar original, donde fue arrancado. Sin embargo, el curador del cementerio Père Lachaise declaró al diario Le Figaro que, hasta el momento, no han sido contactados por las autoridades respecto al destino final del busto. El limbo, una vez más.
Y es que no se trata de una tumba cualquiera. Père Lachaise es un templo para los que ya no están y aún así insisten en quedarse. Ahí descansan Marcel Proust, Édith Piaf, Oscar Wilde… y Morrison, que sin ser francés se convirtió en figura del imaginario parisino. Su tumba, junto a la del autor de El retrato de Dorian Gray, se ha convertido en sitio de peregrinaje, en altar desbordado de flores marchitas, de grafitis, de rituales con incienso y copas de vino mal disimuladas.

Tal vez el busto encontró el camino de regreso no por azar, sino porque hay memorias que, al igual que los mitos, no se permiten ser borradas. Y ahí está de nuevo. De cara a los árboles y a los turistas, a las canciones de fondo y a los besos clandestinos. Tal vez desgastado, tal vez agrietado, pero de regreso. Como si Jim hubiera decidido volver a mirar desde la piedra. Y en un mundo que suele olvidar rápido, su silueta vuelve a recordarnos que la poesía, cuando es verdadera, nunca se queda huérfana.

Jim Morrison sigue sonando —no solo en radios viejas ni en vinilos polvorientos, sino en los corazones de viejos y nuevos fanáticos, como un fantasma que habita ahora la eternidad; como bien dice Ray Manzarek, extecladista de The Doors, “la energía de Jim sigue en el éter”. Porque hay muertos que no mueren del todo, porque hay tumbas que no entierran, sino que liberan. Jim Morrison fue enterrado con 27 años, sin autopsia, sin epitafio claro. Su lápida fue destruida, modificada, reemplazada. Hoy lleva una frase en griego que dice “Fiel a su espíritu”, pero ni siquiera eso basta para calmar el misterio.


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Imagen de portada: El País