“La emoción más antigua y más intensa de la humanidad es el miedo, y el más intenso de los miedos es el miedo a lo desconocido”. Así lo escribió H. P. Lovecraft, ese alquimista del horror cósmico que supo nombrar la inquietud que late en las sombras de nuestra psique. El miedo es primitivo, pero no se ha marchitado con la evolución: ha mutado, ha aprendido a hablar nuestro idioma, a filtrarse entre nuestras historias y a seducirnos con su halo de misterio.
En el arte —y especialmente en el cine— el terror se convierte en un ritual. Una puerta que cruzamos voluntariamente para ser devorados por lo que no entendemos. Como si una parte de nosotros quisiera volver a ese estado animal, donde el temblor en el pecho era señal de vida. Porque sí, el miedo es también una forma de saber que estamos vivos.
En El cine de horror en México, Saúl Rosas desmenuza este universo y revela su arquitectura emocional: susto, miedo, terror y horror. Una especie de escalera descendente hacia lo más profundo de nosotros mismos.
El susto —ese golpe seco al corazón— es fugaz, apenas un pestañeo. Lo vemos en los jump scares, cuando el sonido se eleva abrupto y lo inesperado nos empuja al borde del asiento. “[…] el susto aparece cuando nuestro consciente se ve atacado intempestivamente por algún elemento fuera de nuestro esquema de ideas, en un momento específico”, dice Rosas (2003:25). Es un relámpago que ilumina el cielo por un segundo, pero deja huella.
Luego viene el miedo: más profundo, más denso. Aquí ya no basta el estímulo externo; intervienen nuestros valores, nuestras fantasías, lo que nos enseñaron a temer. Puede nacer de una amenaza real o de una criatura inventada, de una calle vacía o de una sombra interior. El miedo se alimenta de nuestra memoria, pero también de nuestras prohibiciones. Como en los años noventa, cuando media Latinoamérica se paralizó ante el mito del Chupacabras. No importaban las pruebas: el monstruo ya vivía dentro de nosotros, moldeado por lo que no podíamos —o no queríamos— entender.
El miedo, dice Rosas, yace agazapado en el inconsciente. Espera su oportunidad: un aroma, una palabra, una imagen basta para despertarlo. Pero el terror es otra cosa. El terror no solo incomoda: hiere, transforma, paraliza. Se encarna tanto en lo real como en lo imaginario y comienza a marcar límites dentro de nosotros. Es el umbral previo al horror.
Octavio Paz (El arco y la lira, 1986) lo expresa con esa lucidez en la que todo se convierte en poema:
“Es algo que no es como nosotros, es un ser que es también el no ser... El horror nos paraliza, y no porque la presencia sea en sí misma amenazante, sino porque su visión es insoportable y fascinante al mismo tiempo. Y esa presencia es horrible porque en ella todo se ha exteriorizado” .
El horror es ese hechizo que detiene el tiempo. Nos estremece no solo por lo que muestra, sino porque intuimos que eso otro —eso informe, eso indomable— también habita en nosotros. Es cuando dejamos de mirar desde afuera y, de pronto, estamos adentro del monstruo. Como Danny en The Shining, pedaleando por los corredores del Hotel Overlook hasta encontrarse con las gemelas que le invitan a jugar para siempre. No huye. No grita. Solo observa, con los ojos abiertos como espejos. Fascinado y atrapado en una dimensión donde lo imposible es verdad.
Esa fascinación —tan irracional como íntima— revela mucho de nosotros. Tal vez el horror nos atrae porque ahí habita lo que nos prohibieron sentir, tocar, desear. Porque lo monstruoso es, a veces, la única forma de darle cuerpo a lo que nos negamos. Como escribe Rosas:
“el horror actúa sobre nuestro inconsciente y hace ver que aquello dañino se vuelve parte de nosotros mismos, porque a fin de cuentas todos estos sentimientos y valores emergen del hombre mismo”.
El cine de terror, entonces, es un espejo oscuro. Un lugar donde nos permitimos atravesar lo indecible. No se trata solo de gritar, sino de mirar de frente aquello que nos espanta y, aun así, sentir el impulso de entrar, como quien se asoma a un abismo que susurra con voz dulce.
Porque en el fondo —muy en el fondo— queremos que el horror nos toque. No solo por morbosos, sino porque algo en él nos recuerda lo que fuimos antes de obedecer. Antes de vestirnos de normas y certezas. El horror, a través de sus criaturas, nos permite recuperar lo que nos arrebataron: el deseo de mirar sin filtros. Rosas concluye:
“el horror se encarna en figuras y bestias que, de primera instancia, nos aterrorizan, por su comportamiento totalmente malo (según los valores religiosos y legales). Abarca acciones que son representación pura de la libido humana” .
Quizá por eso amamos el terror. Porque en su danza sombría nos reencontramos con lo que late debajo de la piel civilizada. Con lo prohibido, con lo ancestral. Y porque nos permite habitar, por un momento, lo que jamás nos dejarían ser a plena luz.