Vi a Robert Prevost, llamado ahora León XIV, quizá como un destello de soberanía antigua o de autocrítica y poder, caminar por Chicago, cuyas calles, tejidas con los hilos de mil diásporas, son su reino y su exilio. Creció en esa ciudad, entre ecuménicos y anglo-católicos, pero conoce bien los ritos de las comunidades negras y latinas no como antropólogo, sino como cómplice: ha bebido de sus fiestas y sus lutos, ha visto cómo la Virgen de Guadalupe se refleja en los escaparates de los convenience stores o se mezcla con los carteles de blues y los grafitis que gritan “Black Lives Matter”. Es guadalupano pero su devoción es un acto de rebelión –una forma de nombrar lo innombrable en un país que desgarra identidades como papeles de aduana o que ofrece mil dólares a cambio de perder el sueño americano, los hijos, la familia y regresar al laberinto donde algún día se dejó todo.
Frente a Trump, y su gran sonrisa televisiva, Robert no alza banderas ni discursos. Su resistencia es otra: la del cuerpo que habita fronteras y del español que se enreda con el Spanglish del hombre que sabe que toda política es, en el fondo, una batalla por el derecho a ser y a hablar. El presidente Trump aboga por mano dura policial, más armas para civiles y políticas resumidas en el lema: “Secure our borders, secure our cities”. Robert cree en cambio en que “ningún ser humano es ilegal”, ha denunciado la violencia sistémica, la pobreza y el racismo; ha llamado a controlar la venta de armas y a invertir en educación y empleo.
Como todo cardenal, defiende la tradición y la vida desde la concepción, en sintonía con el Catecismo de la Iglesia pero evita el tono confrontativo de otros cardenales y prefiere un discurso centrado en el apoyo hacia mujeres en crisis.
En Chicago, donde huele a azul del lago Michigan y el viento no acaba por borrar los murales que recuerdan a Orozco o Diego Rivera, Robert ha sido para muchos católicos un poema caminante. Sus pasos resuenan en dos calles a la vez: la de los soul food joints y la de las taquerías de Pilsen o La Villita. Pero sus pasos condensan también la polarización del catolicismo en Estados Unidos y en realidad en todo el mundo.
Sabemos que históricamente la iglesia ha sido un cuerpo más que místico mundano, con un pie en el poder y otro en el infierno de los lobbies y el dinero. Y Chicago es el microcosmos de la Guerra Cultural global entre progresistas y conservadores. Reúne en cada parroquia los dos rostros del Catolicismo Norteamericano: el altar de los privilegiados o las catedrales góticas y la iglesia de los marginados. La hipocresía existente se resume así: los mismos fieles que comulgan los domingos tienen luego que decidir si votan por políticas que niegan dignidad al migrante.
En realidad el problema de León XIV no está en comer caviar o migajas, sino en un mundo cada vez más polarizado y complejo. Es el nuevo Papa una figura moderada más que mediática y creo capaz de tender puentes; sin posturas dramáticas ni rupturas institucionales, podrá contener a la derecha católica y mediar entre el universalismo cristiano y el nacionalismo excluyente.