La cámara que leía: Akira Kurosawa y la literatura que transformó en cine
Libros
Por: Carolina De La Torre - 05/03/2025
Por: Carolina De La Torre - 05/03/2025
El cine de Akira Kurosawa es un umbral en el que la tinta de la literatura se convierte en carne, en bosque, en barro, en mirada que sangra verdad. Entre luces, relámpagos y silencios de bambú, Kurosawa no solo adaptó historias: las reescribió desde un rincón del espíritu que pocos se atreven a visitar.
Leer a Shakespeare es adentrarse en un abismo de pasiones humanas; ver a Kurosawa adaptarlo es sentir cómo ese abismo respira dentro de nosotros. Trono de sangre (1957) va mucho más allá de caracterizarla como "Macbeth en kimonos"; es la tragedia del deseo y la fatalidad, esa expresión japonesa que lleva siglos conversando con los fantasmas. Por otro lado, Ran, la relectura en clave cinematográfica de El rey Lear (1985), es una sinfonía del colapso, un poema de cenizas donde la traición y el poder se disuelven en los campos como polvo entre las manos del tiempo.
Pero Kurosawa no sólo se asomó a las letras inglesas. El alma rusa también lo habitó. En su versión de El idiota de Dostoievski, estrenada en 1951, lo que arde no es la trama sino la ternura como resistencia ante el cinismo. Y en Vivir (1952), inspirada en Tolstói, nos regala una de las preguntas más dolorosas: ¿cómo se llena una vida antes de que se apague? Aquí, el burocráta no canta; construye una rueda en un parque como quien repara una grieta en el alma del mundo.
Kurosawa fue también lector de las calles, de los silencios, de los barrios bajos. Adaptó a Gorki en Los bajos fondos (1957), el magistral estilo de la novela negra de Dashiell Hammett enYojimbo (1961), y las tramas policiacas de Ed McBain en El cielo y el infierno (1963). Leyó entre líneas las verdades que el sistema esconde. En Yojimbo, el ronin no elige un bando: los destruye a ambos, como si dijera: con los buitres, hasta el silencio termina comiendo –fiel a la narratica implacable que se encuentra en las novelas de Hammett, precursoras en toda forma del noir más crudo.
Y si alguna película revela la pluma escondida en su cámara, es Rashomon. Inspirado en cuentos de Ryūnosuke Akutagawa (en varios sentidos el primer gran referente de la literatura japonesa moderna), allí donde la verdad se disuelve entre versiones, donde cada voz es una máscara más, Kurosawa no sentencia. Sugiere. No explica: deja al espectador frente al espejo roto del relato.
La literatura en Kurosawa no es un recurso. Es una grieta por donde se cuela la luz. Un método de exploración de la condición humana, no desde el ego, sino desde el temblor. En sus películas, los personajes no son marionetas de una trama: son pasiones encarnadas, preguntas abiertas, relámpagos que cruzan la noche.
Y así, Kurosawa no solo adaptó libros. Los volvió cuerpos. Volvió al cine una forma de leer el alma. Y al alma, una forma de contar lo que no tiene nombre.