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Un siglo después, «La señora Dalloway» de Virginia Woolf sigue hablándonos desde lo íntimo, con ese susurro elegante que desvela lo que la sociedad calla: el peso de la memoria, la fugacidad del tiempo y la belleza fracturada de vivir hacia adentro

A propósito de su publicación el 14 de mayo de 1925, La señora Dalloway, cumple cine años. No fue pensada para la estridencia. Es, como su autora, una ola que parece suave en la superficie pero que arrastra, revuelve y ahoga en su hondura. Virginia Woolf no quería escribir una historia: quería abrir una cabeza, habitarla, dejar que el lector respirara —con dificultad— dentro de una mente. Y así lo hizo. No con golpes, sino con silencios que revientan por dentro.

Clarissa Dalloway no es una heroína: es un espejo. Una mujer que camina por Londres mientras organiza una fiesta. Pero ese paseo es solo una excusa para desenterrar memorias, para rozar la cicatriz de una juventud perdida, para cuestionarse qué significa haber vivido. Ella piensa, recuerda, se detiene, duda. Y en esa marea íntima, aparece otra figura: Septimus Warren Smith, un veterano de guerra quebrado, que lleva la locura como una herida abierta. Ambos están unidos por un hilo invisible: la fragilidad humana, esa que ni el dinero ni el decoro pueden ocultar.

La novela no tiene capítulos ni grandes giros. Tiene flujos. Como un río de pensamientos que se entrelazan, se contradicen y se expanden. Woolf escribe como si pintara con humo, dejando que el lenguaje flote, se disuelva y vuelva a formarse. Escribió para quienes no temen perderse.

Fue criticada, al principio, por no tener una "historia clara". Pero hoy, esa supuesta debilidad es su mayor fuerza. Porque la vida no es lineal, ni limpia, ni lógica. La vida —como Woolf lo sabía— es un caos que aprendemos a narrar para sobrevivir. Y La señora Dalloway es eso: un intento por nombrar lo innombrable. La nostalgia, el trauma, la superficialidad, la muerte.

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La crítica actual la reconoce como una obra maestra del modernismo. No por su trama, sino por su técnica: el uso del flujo de conciencia, esa corriente interna que nos arrastra desde la voz de Clarissa hasta la de Septimus, pasando por el sonido de un reloj o el paso de un coche. Woolf nos enseñó que el tiempo no siempre es cronológico: a veces es una flor, una herida o una mirada que nunca se olvida.

Leer esta novela no es cómodo. Es íntimo, como leer un diario ajeno, como espiar los pensamientos que nos aterran cuando se hace de noche. Pero justo allí está su poder: nos desnuda. Nos recuerda que vivir no es sólo estar vivos, sino mirar de frente al vacío y aún así poner la mesa, elegir una flor, invitar a otros a la casa.

La señora Dalloway sigue siendo leída porque no envejece: porque el alma humana no cambia tanto, aunque cambien las ciudades. Porque todos, alguna vez, hemos sentido que el mundo se cae afuera mientras adentro todo tiembla en silencio.


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Imagen de portada: Las Furias Magazine