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Entre neones desaturados y pasillos sin fin, Wong Kar-wai no cuenta historias: las disuelve en la melancolía de lo que no fue, de lo que ya se fue

Hay cineastas que se obsesionan con el guion, con la arquitectura perfecta del relato, con la temporalidad perfectamente medida. Wong Kar-wai no es uno de ellos. Él filma como quien recuerda: con nostalgia difusa, con fragmentos, con intuiciones. Su cine no se construye, se evoca. Como un perfume que permanece cuando el cuerpo que lo portaba ya se ha ido.

En sus películas no hay prisa ni dirección definida. Hay estaciones de paso. Miradas que se escapan. Palabras que no se dicen. Más que correr detrás de una historia, sus personajes caminan dentro de un tiempo quebrado, como si supieran que lo importante ya ocurrió o está por desvanecerse. En su cine al deseo consumarse es lo último que le importa: más bien se arrastra, se repite, se transforma en hábito, en espera.

Wong Kar-wai no cuenta historias: las disuelve. Su cine es una cápsula de atmósfera, un poema urbano donde cada encuadre es una fotografía desaturada por la memoria. La música no acompaña, habita. Se instala en los huesos de la escena y la hace latir.

En Deseando amar, por ejemplo, cada movimiento de cámara es un suspiro contenido; cada rincón, una trinchera de deseo no dicho. En 2046, el futuro y el pasado se funden en un mismo vagón de tren, y los recuerdos se imprimen como tinta que se corre. En Chungking Express, la ciudad misma se convierte en protagonista: un caos de luces y soledades, de pasillos sin salida y amores que se escapan entre latas de piña.

Es ahí donde empieza su juego: Wong no persigue la linealidad, porque su obsesión no es el destino, sino el instante. Y si para capturar ese instante hay que repetirlo cien veces, ponerlo en cámara lenta, volver sobre él hasta desgastarlo, que así sea.

El artificio no es mentira: es lenguaje. Los colores neón que envuelven sus imágenes –vibrantes, sí, pero nunca alegres– no están ahí por estética, sino por necesidad. Son luces que parpadean como recuerdos a punto de extinguirse. Verdes enfermizos, rojos heridos, amarillos húmedos: tonalidades que deberían ser vivas, pero que bajo su lente se sienten como la tristeza misma. Como si la melancolía tuviera una paleta cromática que sólo él supiera usar.

Sus espacios no existen fuera del tiempo: flotan en él. Habitaciones sombrías, escaleras sin fin, túneles sin salida. Lugares donde lo íntimo y lo urbano se mezclan hasta volverse uno solo. No hay exteriores luminosos ni cielos despejados: todo es interior. Todo es noche. Todo es eco. Su narrativa es jazzística: improvisada, melancólica, sincopada. Wong no cree en la estructura tradicional. Cree en la repetición como forma de verdad. En el ritmo como herida abierta. Sus personajes a menudo no buscan redención: buscan una esquina donde el tiempo se detenga. No se mueven hacia el futuro, sino hacia atrás, hacia lo que no fue.

El guion, en sus manos, es más un mapa roto que un camino claro. Wong va más de filmar escenas: filma estados. Su cine no avanza como una línea recta, sino como una espiral que regresa sobre sí misma, una y otra vez, hasta que el silencio dice más que cualquier diálogo. Y sí, es fácil acusarlo de lento, de hermético, de caer en la estética por la estética. Pero su cine no pretende entretener: busca la herida. Porque detrás de cada plano detenido hay un adiós que no se dijo. Detrás de cada pasillo vacío, una presencia que no se fue. Detrás de cada canción repetida, un “te extraño” que no pudo pronunciarse.

En Deseando amar (2000), grabada en Hong Kong pero flotando en una temporalidad ambigua, Wong convierte los pasillos de un edificio en laberintos del alma. Los protagonistas, atrapados en la coreografía de la contención, se rozan sin tocarse, se aman sin hablarse. La cámara los sigue como si temiera interrumpir. El montaje elíptico, los silencios prolongados, el vals perpetuo de Nat King Cole: todo respira al ritmo de un dolor que no termina.

En Chungking Express (1994), el amor es velocidad, y la velocidad, vértigo emocional. Aquí Wong traza dos historias que no se cruzan, pero que se espejean en su soledad moderna. La cámara temblorosa, el grano del celuloide, el ritmo nervioso de la ciudad son el corazón de la película: una historia de gente que se busca sin encontrarse. Las repeticiones, las obsesiones cotidianas –una lata de piña, una toalla olvidada– son anclas emocionales en un mar de incertidumbre.

En 2046 (2004), la ciencia ficción es solo una excusa. El verdadero viaje es a la memoria. Wong conecta los hilos sueltos de sus películas anteriores y los disuelve en un tren que nunca llega, en habitaciones donde el amor se convierte en literatura, en pasado, en ficción dentro de la ficción. Aquí, la música clásica y el bolero conviven, como si el tiempo no tuviera lógica, solo ritmo.

Y en Fallen Angels (1995), el lado más oscuro y visceral del director se desborda. Aquí, la noche ya no es una metáfora: es el único hábitat posible. Wong se sumerge en los márgenes de una ciudad que nunca duerme y ahí encuentra cuerpos rotos, almas que se rozan entre callejones húmedos y escaleras de metal. Los neones titilan como heridas expuestas, y los personajes –que apenas se tocan– se graban en la piel con la intensidad de lo irrecuperable. Es el reverso sucio de Chungking Express, una carta de amor a lo marginal, a lo irredimible, a lo que vive solo de noche.

Lo wongkarwaiano es reconocible: los relojes que repiten la hora que ya pasó, los personajes que caminan bajo la lluvia como si esa fuera su única forma de redención, los muros que se escuchan, los silencios que rugen. No busca el realismo: busca la resonancia emocional.

Al final, Wong Kar-wai no filma para narrar una historia, sino para conservar una emoción. Su cine es una declaración íntima: la belleza no se encuentra en lo dicho, sino en lo que se escapa o se omite. El amor no se filma en el beso, sino en la espera. Y la nostalgia, esa emoción viscosa, se vuelve el hilo conductor de todo.

En un mundo que exige definiciones claras y finales cerrados, él nos recuerda que hay verdad en la pausa, que el deseo no necesita cumplirse para ser real y que a veces lo más poderoso no es lo que vemos, sino lo que sentimos cuando la pantalla se apaga.


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Imagen de portada: «Deseando amar», Wong Kar-wai (2000)