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En un país atravesado por la tradición y el consumo, la Semana Santa se transforma en un espejo donde lo espiritual y lo turístico se confunden. ¿Qué queda cuando la sacralidad se convierte en mercancía?

En un país donde la fe se lleva a flor de piel y las devociones se heredan como reliquias familiares, la Semana Santa ha dejado de ser, para muchos, un camino de recogimiento espiritual para convertirse en una autopista hacia el consumo. Lo que alguna vez fue un rito colectivo de silencio, ayuno y simbolismos profundos, hoy se entrelaza con bikinis, promociones de aerolínea, selfies frente al mar y hashtags con cruces de palma. No es que la espiritualidad haya desaparecido, es que fue hábilmente sustituida por su gemelo mediático: el espectáculo de lo religioso.

Lo que estamos presenciando no es una simple pérdida de valores o una modernización de las costumbres. Es una apropiación sistemática, estética y hasta emocional de los símbolos religiosos por parte del capitalismo. Las imágenes de Cristo, las Vírgenes dolientes y los santos penitentes ya no habitan solamente los templos ni los altares improvisados en las casas de los devotos. Están en camisetas, en bolsos de diseñador, en "estéticas" recreables al paso de un GRWM. La fe, que alguna vez se vislumbraba desde el ojo clínico de la crítica se ha vuelto cool, vendible, instagramable.

El fenómeno no es exclusivo de México ni de América Latina, pero aquí se vislumbra con mayor nitidez esa transformación: países históricamente religiosos, con tradiciones cargadas de simbolismo, ahora enfrentan una erosión acelerada de su dimensión espiritual. No es solo que las prácticas cambien, es que pierden densidad. Cada persona mayor que muere, cada abuela que ya no camina al viacrucis, se lleva consigo una parte de ese mundo en el que las creencias (buenas o malas, acertadas o no) aún no habían sido devoradas por completo por la lógica del mercado. La televisión, mientras tanto, recicla las mismas películas bíblicas de hace cuarenta años, como si bastaran para hacer presencia simbólica del fervor.

La industria turística y del entretenimiento ha aprendido a capitalizar este desfase entre lo espiritual y lo secular. Las procesiones religiosas se convierten en atracciones para turistas extranjeros. La comida de vigilia en manjar gourmet. La pasión de Cristo, en espectáculo callejero con luces y drones, en donde el morbo impera sobre la fe. Todo se transforma, se embellece, se vuelve mercancía. Y detrás, la pregunta persiste como una espina silenciosa: ¿es esto una evolución cultural o una sofisticada forma de vaciar de sentido lo "sagrado" y vender hasta lo que se creía invendible?

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Pero quizás la crítica más filosa no apunta a quienes viajan en estas fechas. Apunta a la estructura que logró convertir una de las tradiciones más introspectivas y dolorosas del calendario litúrgico en una maquinaria rentable. Al sistema que vuelve rentable hasta el sacrificio. Que convierte el duelo en show. Que nos enseñó que todo es comprable.

No se trata de una condena al descanso ni a la fuga momentánea que las vacaciones ofrecen, porque en un país agotado por la rutina y el desencanto, el derecho a la evasión también se vuelve resistencia. Pero es inevitable preguntarse si, en esa pausa, no estamos cediendo cada vez más espacio a una versión empaquetada y digerible de absolutamente todo. Una que no interpele, que no duela, que no invite al silencio, sino que se consuma como cualquier otro producto de temporada, olvidando en aquellos más viejos el sentido de estos días "santos".

Y es que en el fondo, Semana Santa ya no es lo que era, ni lo será. No se trata de añorar o reverenciar viejas costumbres, muchas veces impuestas y poco afines al sentir íntimo de cada quien, pero sí de reconocer que, incluso en su rigidez o contradicción, esas prácticas abrían la posibilidad de una lucha interior: un espacio de reflexión, cuestionamiento o incluso de afirmación sobre lo que se nos decía que debía hacerse. Hoy, al diluirse todo en apariencia y consumo, esa posibilidad se desvanece. La lucha interna muere antes de nacer, disuelta en el espectáculo, enterrada bajo las luces del espectáculo y el murmullo de las olas turísticas. No porque las personas hayan dejado de creer, sino porque el capitalismo, con su capacidad camaleónica, ha logrado crear una versión paralela de la espiritualidad. Una espiritualidad que no incomoda, que no exige, que no cuestiona, ni siquiera a sí misma. Una espiritualidad para consumir sin culpa.

En esta versión de la Semana Santa, no hay necesidad de cargar una cruz: basta con cargar la tarjeta. No hay que peregrinar: se puede volar en clase económica. El perdón ya no se reza: se maquilla. Y el sacrificio, ese misterio que alguna vez fue símbolo de redención, ahora es solo una palabra más en el diccionario de lo vintage.

Quizá, en medio de este espectáculo que disfraza de fiesta lo que antes se sentía como luto y reflexión, aún podamos recuperar una pregunta esencial: ¿qué celebramos cuando ya no queda nada sagrado qué venerar?


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Imagen de portada: Turismo La Paz