En la Leningrado sofocada por el gris, donde los acordes eran sospechosos y los vinilos eran contrabando, Leto (2018) no es solo una película: es un susurro eléctrico que atraviesa las costillas del tiempo, una canción atrapada en una radiografía, un verano que nunca ocurrió pero que todos añoramos.
Dirigida por Kirill Serebrennikov mientras cumplía arresto domiciliario –como si hasta el arte necesitara permiso para existir–, Leto se despliega en blanco y negro, con destellos de color que no vienen del espectro visible, sino del alma. Nos habla de Viktor Tsoi antes del mito, cuando aún era un eco, un cuerpo con guitarra, un deseo sin nombre. Viktor, que más tarde se convertiría en el alma de Kino, la banda que marcó un antes y un después en la música y juventud soviética. Una voz que atravesó la represión, que dijo lo que tantos pensaban pero callaban, y que terminó convirtiéndose en himno de una juventud hambrienta de aire.
Nos lleva de la mano por su relación con Mike Naumenko, mentor y mártir de una escena musical que palpitaba en los márgenes del sistema, y con Natasha, musa compartida, en un triángulo amoroso que se desarrolla entre canciones, silencios y miradas. Mike, mayor y desencantado, observa cómo Natasha comienza a inclinarse hacia la frescura y el fuego que emanan de Viktor, mientras los tres se entrelazan en una danza emocional donde el deseo, la admiración y la traición se insinúan más de lo que se declaran. Como si el amor también se viviera en semiclandestinidad, entre acordes prohibidos y besos no dichos.
La película no se narra: se respira. Como el humo en un cuarto cerrado donde se canta bajito, pero con furia. No es una biografía, es una elegía. Una que canta la juventud atrapada entre muros ideológicos, donde las canciones se grababan en huesos —literalmente— usando radiografías como vinilos piratas. Una generación que escuchaba rock con la columna vertebral de otro, como si el cuerpo ajeno pudiera ser también refugio. Y esa música, lejos de ser mero acompañamiento, se funde con la imagen y la narrativa en una misma textura sensorial. Cada acorde parece bordado a mano sobre la escena, elevando lo cotidiano a un estado de ensoñación política, donde el ritmo y la resistencia se abrazan como amantes clandestinos.
En Leto –que por cierto en ruso significa "verano"– no hay héroes: hay sobrevivientes que bailan sin moverse, que aman sin palabras y que cantan sin saber si los escuchan. El régimen observa, el KGB respira en la nuca, y sin embargo, la música ocurre. En apartamentos diminutos, en parques escondidos, en cintas que cruzan fronteras como cartas de amor.
Serebrennikov juega con lo real y lo imaginado. Rompe la cuarta pared, interrumpe la narrativa con clips oníricos, como si nos recordara que esta historia, aunque basada en hechos, pertenece al reino de los sueños que duelen. Que la libertad, a veces, no se conquista: se canta.
La crítica aplaudió su lirismo, su estética que arde sin incendiar, aunque también hubo quienes desde la vieja guardia del rock ruso señalaron inexactitudes. Pero Leto no pretende ser fiel a los hechos, sino a la emoción. Y en ese terreno, golpea justo donde debe.
Leto es un poema al amor que se esconde, a la juventud que resiste, al arte que no pide permiso. Es ese verano que no tuvimos, pero que seguimos buscando entre las canciones de Kino, entre los huesos que aún resuenan. Un film que no se ve: se siente. Como un acorde que vibra bajo la piel mucho después de haber callado.