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En América Latina y otras regiones, la iglesia católica transformó la pobreza y el sufrimiento en virtudes, vinculándolos a la salvación; el dolor pasó de ser una consecuencia de la desigualdad a un mandato divino, donde el pobre se veía como más cercano al cielo; así, el sufrimiento se convirtió en la llave de la santidad

En México, una tierra donde la historia sangra y la fe cicatriza lento, se ha consolidado una idea que resuena como un eco interminable: "entre más sufres, más cerca estás del cielo". No es solo un mandato religioso; es una narrativa que se ha insertado profundamente en el tejido emocional de un pueblo formado por el látigo de la Conquista y la promesa de una redención eterna, tejida con sangre, fe y sumisión. Un relato que, lejos de desvanecerse con el tiempo, sigue vigente, moldeando la identidad colectiva de la nación y justificando el sufrimiento como un camino inevitable hacia la salvación.

La visión del sufrimiento como virtud tiene raíces profundas. Durante la evangelización posterior a la Conquista, el dolor fue convertido en dogma: a los pueblos originarios se les enseñó que el sacrificio y el sufrimiento físico eran la única vía legítima para alcanzar la redención, mientras se les despojaba de sus dioses, tierras y lenguas. La cruz reemplazó los códices, y el tormento se impuso sobre el canto ancestral. Así, el sufrimiento se convertía en una herramienta de control, una moneda espiritual que todos debían pagar si deseaban ganarse el favor divino.

En El laberinto de la soledad (1950), Octavio Paz lo señaló con claridad:

La resignación, el estoicismo, la indiferencia... todos ellos modos de enfrentar el sufrimiento. Y formas también de venerarlo, de convertirlo en una ofrenda silenciosa.

El mexicano es un ser marcado por la herida, por un dolor que no se cierra, sino que se exhibe como un emblema de pertenencia. Para Paz, ser mexicano es ser una “raza herida”, una nación que ha aprendido a sublimar su dolor, convirtiéndolo en su principal rasgo identitario. En vez de sanar, esa herida se celebra, se exhibe con orgullo. Y lo que es más, esa herida se ha convertido en el pase simbólico hacia la redención, como si solo el padecimiento pudiera tener valor.

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Pero, ¿qué significa realmente vivir bajo la imposición del sufrimiento como virtud? Es una realidad que va más allá de la fe. Es una ética que permea el tejido social y político de México, donde la humildad y la pobreza se han convertido en sinónimos de gracia. La vida –llena de dolor, sacrificio y sacrificio personal– ha sido retratada como la verdadera forma de acercarse a Dios, mientras que el goce, el hedonismo y la autonomía son vistos como desvíos morales, como manifestaciones de egoísmo y corrupción. En esta moralidad, el placer se convierte en pecado, y quien goza de la vida se encuentra marcado con la sombra de la culpa.

En México, la religión católica ha sido la base sobre la cual se ha construido la vida social, política y emocional del pueblo. Durante siglos, la Iglesia legitimó la sumisión y glorificó el sufrimiento como un medio de salvación. La pobreza dejó de ser solo una consecuencia de la desigualdad y se transformó en la puerta hacia la santidad. El "pobrecito" se convirtió en una figura bendita, más cerca del cielo por sufrir en silencio, mientras que quienes gozaban de los placeres terrenales eran vistos como egoístas.

Este mandato de sufrimiento se reforzó con la idea de que la riqueza era un pecado, un acto de egoísmo y corrupción. Así, la Iglesia no solo justificó la desigualdad, sino que la presentó como un instrumento de salvación. La mística del sufrimiento se consolidó como un pilar del pensamiento mexicano, donde virtudes como la humildad y la obediencia fueron exaltadas, mientras que la autonomía, la justicia y el placer fueron vistos como tentaciones que alejaban a las almas del camino divino. En esta narrativa, el dolor no solo era un sacrificio necesario, sino una distinción entre los santos y los pecadores.

De este modo, la ética del sufrimiento ha calado profundamente en las estructuras sociales de México. La dignidad, en este sentido, se asocia con la falta de poder, la sumisión y la resignación. Quien calla, quien sufre en silencio, quien acepta su destino sin lucha, se convierte en ejemplo de virtud.

Pero más allá de los valores morales impuestos por la Iglesia y el Estado, debemos preguntarnos: ¿por qué el sufrimiento sigue siendo el prisma a través del cual evaluamos una vida? ¿Por qué este mandato de dolor se ha integrado tan profundamente en el ADN cultural de México, al punto de que la idea de la redención no puede concebirse sin sufrimiento? Vivir para sufrir, sufrir para ser digno, ha pasado de ser una creencia religiosa a convertirse en una estructura social que justifica las desigualdades y la falta de justicia. Y aún más preocupante: esta ética del sufrimiento, lejos de ser desafiada, se perpetúa como una forma de resistencia, como si el padecimiento de la gente fuera un halago revolucionaria que les otorga un carácter especial.

Es aquí donde el poder encuentra su terreno fértil. La Iglesia, durante siglos, ha manipulado este mito del sufrimiento como un medio de control social. El sufrimiento, al ser visto como una vía directa hacia la santidad, ha permitido que el poder mantenga intacta su hegemonía, sustentada en la promesa de una recompensa celestial, un consuelo postergado. El Estado, por su parte, ha sabido bailar al ritmo de esta melodía, justificando la desigualdad y la pobreza con el pretexto de que la verdadera salvación está más allá de la vida terrenal.

La crítica a esta lógica del sufrimiento no es solo una cuestión religiosa, sino política y social. El sufrimiento se convierte en un valor positivo, en una virtud colectiva, mientras que el gozo se ve como una amenaza al orden establecido. Aquí, la idea de justicia se distorsiona: no se trata de una lucha por la equidad, sino de una espera pasiva por la justicia divina, que se ofrece como un consuelo lejano e inalcanzable.

En última instancia, esta ética del sufrimiento, lejos de ser sólo el legado religioso, es parte de nuestra idiosincrasia. El dolor no es solo una experiencia individual, sino un acto colectivo que define las relaciones sociales y la identidad nacional. Así, el sufrimiento se perpetúa como una suerte de consuelo: una moralidad que justifica la pasividad, la sumisión y la pobreza como parte de un destino inevitable y necesario.

Hoy es un buen momento para cuestionar esta narrativa. Mirar las llagas no como trofeos, sino como síntomas de un sistema que perpetúa la desigualdad, la pasividad y la injusticia.

Porque la fe no debería doler. Y la dignidad no necesita penitencia.


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Imagen de portada: «El jardín de las delicias», El Bosco, ( a.c 1500-05)