De la admiración y el elogio, al desagrado y la marginación; de relatos sorprendentes, frescas, en algún sentido increíbles –con ese grado justo y natural de maravilla que volvió cautivante para todo el mundo a la literatura latinoamericana de su época–, a opiniones que se merecieron el rechazo, la burla y aun cierta repulsión. Se ganó el respeto y aun el afecto de miles de lectores de su obra, pero ese prestigio no alcanzó para protegerlo de sus propias opiniones políticas, que en cierto modo lo encaminaron hacia una vejez nostálgica de un mundo que cambió muchísimo en poquísimos años, con una rapidez pasmosa, que acaso ni siquiera él, un observador agudo de la sociedad y el carácter humano, se dio cuenta de su extinción.
De Mario Vargas Llosa nos quedan un buen número de novelas geniales –La ciudad y los perros, Conversación en La Catedral, La guerra del fin del mundo, La fiesta del Chivo—, algunos ensayos todavía vigentes, y otros cientos de páginas más que dan cuenta de su innegable compromiso con la literatura, que, después de todo, es la razón por la cual su partida es, en efecto, lamentable.
Descanse en paz.