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Las fábricas chinas exponen el truco en Tik Tok: el aura de lo exclusivo se deshilacha cuando el telón se corre. En plena era del espectáculo y el hiperconsumo, el fetichismo de la mercancía se convierte en su propia sátira—y el capitalismo, en un desfile de símbolos vacíos.

El lujo, dicen, nunca pasa de moda. Pero quizá lo que está cambiando no es la moda, sino la forma en la que la deseamos. En TikTok, una nueva oleada de fabricantes chinos ha comenzado a desmantelar, pieza por pieza, uno de los secretos peor guardados del capitalismo: que las marcas más prestigiosas, esas que prometen estatus, elegancia, exclusividad, muchas veces nacen en los mismos talleres que producen para el mercado común. Que el objeto no cambia. Lo que cambia es el relato.

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Marx lo llamó “fetichismo de la mercancía”: la capacidad del capitalismo para investir de "mística" los objetos que produce, de modo que ya no vemos las relaciones sociales –y particularmente de explotación– detrás de ellos, sino solo su forma brillante, su presencia hechizante. En sus palabras:

“El carácter misterioso de la mercancía no proviene de su valor de uso, [...] sino del hecho de que el trabajo humano se presenta como una cualidad objetiva de la cosa misma” («El Capital», Karl Marx, 1867).

Es decir: el abrigo, la bolsa, el perfume, no solo se consumen por lo que son, sino por la historia que cargan. Por el símbolo que representan. Una bolsa deja de ser piel cosida para convertirse en promesa. Un perfume no es líquido aromático, sino una narrativa embotellada de deseo, de clase, de pertenencia. Pero hoy, en una época donde el espectáculo no es solo el envoltorio sino también lo que hay detrás, ese hechizo pareciera comenzar a deshilacharse.

TikTok, ese oráculo moderno que mezcla frivolidad con insurrección, se ha vuelto escenario de un nuevo tipo de revelación: trabajadores y fabricantes chinos que muestran las entrañas del lujo. Que dicen: aquí se hace. Aquí se corta, aquí se cose. La misma maquinaria, las mismas manos. Pero sin el logo. Sin el precio inflado. Sin la ilusión de lo inaccesible.

Y de pronto, lo que antes se elevaba como símbolo de distinción comienza a parecerse peligrosamente a cualquier otra cosa. Porque lo es. Y porque quizá siempre lo fue.

Vivimos en el corazón del capitalismo tardío, ese que no se conforma con venderte un objeto, sino que se cuela en tus sueños, tus algoritmos, tu idea de ti mismo. El lujo es más que una prenda: es una promesa de que serás visto distinto, de que te harás valer en un mundo que mide el valor en etiquetas. De ahí que la marca importe tanto: no por la calidad que garantiza (que a veces es real, pero otras tantas no), sino porque actúa como pasaporte simbólico a una idea de éxito, de elegancia, de deseo social. La marca no se compra: se performa. Guy Debord lo dijo de forma tajante:

"El espectáculo no es un conjunto de imágenes, sino una relación social entre personas mediada por imágenes.”  («La sociedad del espectáculo», Guy Debord, 1967).

En otras palabras: el lujo se vuelve performance, una puesta en escena que refuerza jerarquías y ficciones. No es casual que el logotipo sea la nueva religión de la mirada: una letra bordada en una bolsa puede decir más que una biografía entera. En esa lógica, lo que se vende no es solo un objeto: es la posibilidad de ser visto, aceptado, celebrado dentro del juego del espectáculo.

Pero cuando los fabricantes se asoman a la cámara y dicen: “esto lo hicimos nosotros”, algo se quiebra. Porque lo que vuelve a escena no es solo el trabajo (ese que se oculta tras el aura del producto), sino también la posibilidad de mirar de frente al sistema. Y entonces surge una pregunta incómoda: si el lujo y lo “barato” nacen del mismo lugar, ¿qué compramos cuando pagamos por una marca? ¿Un objeto o una narración?

Sin embargo el gusto funciona como un marcador de clase; no nace del alma, sino del adiestramiento simbólico. Y en ese juego de espejos, la marca opera como una iniciación a una élite que, en realidad, es pura ficción revestida de celofán. Lo verdaderamente obsceno no es que un bolso de treinta mil pesos se fabrique en la misma línea de producción que uno de mil, sino que aún sabiendo esto, el hechizo pareciera seguir funcionando. Que la gente siga comprando aura.

"¿Qué compramos cuando pagamos por una marca? ¿Un objeto o una narración?"

Porque la mercancía no solo se fetichiza: se canoniza. Y al hacerlo, se vuelve intocable. Ese es el verdadero triunfo del capitalismo tardío —no vendernos cosas, sino dotarlas de alma, de carácter, de relato. No nos vestimos para cubrir el cuerpo, sino para narrar una mitología de éxito, para encarnar el guion de una superioridad prestada. La marca se vuelve piel simbólica. Y en ese teatro de poses y algoritmos, cada compra es un acto de aspiración, una reafirmación de que el sentido aún se puede comprar a plazos.

Este nuevo acceso directo a la fábrica —sin aduanas simbólicas, sin marketing imperial— pareciera amenazar el orden de las cosas. Pero, como siempre, el capital no duerme: ya empieza a reacomodarse, a reinventar su aura. Porque si algo sabe hacer bien es mutar, infiltrar, reapropiar.

Quizá el verdadero lujo, hoy, no es consumir lo exclusivo, sino ver el truco. Mirar detrás del telón. Y tal vez, solo tal vez, empezar a desear distinto.

@heberdezser En redes sociales ha comenzado una tendencia sobre todo en TikToker chinos de revelar detalles y secretos que exponen a marcas de lujo, como Hermes, Louis Vuitton, Gucci, entre otras revelando los costos de producción de estos artículos de lujo producidos en China y que en Estados Unidos se venden a exorbitantes precios. #fyp #noticia #china #louisvuitton #gucci #prada #usa #lujo #chinos ♬ Red Sex - Vessel

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Imagen de portada: Depositphotos