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En el verano de 1518, decenas de personas comenzaron a bailar sin descanso en las calles de Estrasburgo. No era fiesta ni rito: era desesperación hecha coreografía. Entre tambores, supersticiones y diagnósticos misóginos, la historia de la Plaga del Baile sigue latiendo como una advertencia que el tiempo no ha podido silenciar

Frente al bullicioso mercado de caballos de Estrasburgo, un escenario improvisado se eleva como si fuera un altar profano. Allí, bajo el sol de julio, decenas de cuerpos se agitan sin tregua, impulsados por tambores, gaitas y cuernos. Podría parecer una celebración, un carnaval anticipado. Pero si uno se acerca, descubre algo más inquietante: ojos vidriosos, rostros en rictus, pies ensangrentados y trajes empapados en sudor. No bailan por gozo, sino por una compulsión que desborda toda lógica. Son los coreómanos, presas de la Plaga del Baile.

Corría el verano de 1518. Frau Troffea fue la primera. Una mujer sin música, sin compañía, que simplemente se echó a bailar frente a su casa. Tres días más tarde, los espectadores eran decenas. Una semana después, eran más de treinta los poseídos. No había un porqué claro. Las autoridades, sin saber cómo responder, hicieron lo impensable: levantaron plataformas, contrataron músicos, alentaron la danza como si con ella pudiera exorcizarse el mal. El plan se volvió contra ellos. Cuantos más bailaban, más caían bajo el hechizo.

El baile se expandió como una sombra líquida. En su apogeo, hasta quince personas morían al día, según registros municipales. Los médicos, amarrados a la teoría de los humores –popularizada por Galeno–, prescribían sudor y movimiento como cura para lo que creían un exceso de bilis negra. El clero apuntaba a un iracundo san Vito, cuyas ofrendas no habían sido suficientes, pues se decía que él podía maldecir con una danza incontrolable. Y en el centro los cuerpos se movían hasta desfallecer, marionetas de una angustia colectiva que ningún exorcismo parecía suficiente para expulsar.

El concejo municipal, desesperado, prohibió el baile. Sólo las cuerdas (curiosamente consideradas menos peligrosas que los tambores) podían sonar en bodas o misas privadas. A los más afectados los enviaron en carreta al santuario de san Vito en Saverne. Allí, entre incienso y cruces pintadas con aceite, se repitió el mismo ritual: zapatos rojos, agua bendita, plegarias. Y poco a poco, el horror se disolvió. Pero el misterio permaneció.

Paracelso, médico y alquimista suizo que visitó Estrasburgo unos años después, ofreció una explicación que hoy suena a misoginia disfrazada de ciencia. Acusó a Frau Troffea de fingir para contrariar a su marido y a las demás mujeres de seguirla por lujuria e insubordinación. Clasificó la danza en tres tipos: la lasciva, la imaginativa y la natural. Su diagnóstico, si bien ubicaba el origen del mal en la psique, aún cargaba el peso de prejuicios patriarcales.

Hoy, los historiadores hablan de otras posibilidades: histeria colectiva, trauma psicosocial, hambre, peste, guerra. La región del Rin había sufrido recientemente una serie de hambrunas devastadoras, cosechas fallidas y revueltas campesinas. El cornezuelo del centeno –ese hongo que puede provocar visiones, espasmos y muerte y que dio origen al LSD siglos después— también fue señalado como origen de la epidemia. Pero el historiador John Waller lo ha descartado: “Los síntomas descritos —coordinación, duración, número de afectados— no coinciden con un brote de intoxicación”, sostiene en su obra A Time to Dance, a Time to Die.

Porque lo que ocurrió en Estrasburgo no fue una enfermedad del cuerpo, sino del alma. Un espejo danzante de la desesperación humana. Según Waller, fue una forma de disociación colectiva ante un entorno social asfixiante. Un lamento físico ante el colapso espiritual.

A veces, lo que parece celebración es grito. A veces, el movimiento no libera, sino atrapa. En esa coreografía sin música de 1518, algo profundamente humano se agitaba entre las piernas que no sabían detenerse. Y en su repetición, siglos después, aún podemos leer el eco de un sufrimiento que preferimos no mirar de frente.


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Imágen de portada: Xakata